A ser buenos de corazón con el prójimo, llama el Evangelio de este domingo de tiempo ordinario, basado en el pasaje bíblico del Buen Samaritano, que se compadeció del hermano.
“Si nosotros optamos por tener a Cristo en el corazón, por tener a Dios en el alma, dice Santa Teresa, entonces no falta nada, sólo Dios basta y el que tiene todo esto, sabe cómo tratar a su prójimo, con amor, humildad y servicio”, dijo.
El samaritano, desde la perspectiva judía, pertenecía prácticamente al extremo opuesto de la escala religiosa. Era un pueblo que había mezclado la religión judía con otras creencias extrañas. Era traidor a la fe auténtica, un pueblo impuro. Los judíos trataban de evitar todo contacto con los samaritanos. El contacto con un samaritano hacía que el judío se volviese impuro.
Por eso, tiene mucho más peso el hecho de que Jesús contraponga en la parábola a los representantes oficiales de la religión, un sacerdote y un levita, con un samaritano, pecador e impuro. Y, lo que es peor, que sea precisamente el samaritano el que sale bien parado, el que se comporta como Dios quiere, el que es capaz de acercarse al prójimo desamparado y abandonado. Dicho de otra manera, el que se hace prójimo-próximo-cercano de su hermano necesitado.
En realidad, Jesús está replanteando nuestra relación con Dios. Mucho más importante que el culto oficial y litúrgico del templo, es la cercanía al hermano necesitado. Mucho más valioso que ofrecer sacrificios y oraciones, es adorar a Dios en el hermano o hermana que sufren por la razón que sea.
Jesús no es sacerdote sino profeta. Jesús se aleja del templo y nos invita a vivir nuestra relación con Dios en el encuentro diario, habitual, a pie de calle, con nuestros hermanos y hermanas. Ahí es donde se juega nuestra relación con Dios. Sólo si somos capaces de amar así, podremos decir que amamos a Dios. Porque, como dice Juan, el que dice que ama a Dios y no ama a su hermano, es un mentiroso. Ni más ni menos.