Lo vieron a lo lejos, llenando una jarra con herbicida.
Vieron, también, cuando se puso a guindar una cuerda propia de las faenas del campo alrededor de la rama de un árbol.
Impasibles, presenciaron cuando el hombre dejó su machete a mano. Lo colocó de pie sobre la punta, con el mango recargado en el dintel de la casucha, en caso de que "se ofreciera algo".
Siempre hay alguien mirándolo todo, incluso cuando parece que no es así, ya sea de noche o de madrugada.
Por eso quedó constancia de cuanto aquél hizo antes de conseguir quitarse la vida con una persistencia inaudita, de acuerdo con las versiones de dos personas involucradas además de algunos vecinos, contenidas en la averiguación previa EZ-IV-2002 de la entonces Procuraduría General de Justicia.
Todos presenciaron los preparativos para la muerte de un hombre: lo extraño es que a nadie se le ocurrió hacer nada por impedírselo.
Esa fue la principal línea de investigación; una "línea" bastante retorcida, como si fuera una película rural de misterio, en la que estaba implicada una amante, un compadre codicioso y una propiedad intestada.
Gamaliel Gamas era campesino, y vivía en amasiato con Amalia Reséndiz desde hacía cinco años en la localidad de Nuevo Pochote.
Trabajaba una parcela de media hectárea que daba buen maíz y un huerto. La casa era “de material” y había sido propiedad del padre de Gamaliel, quien se desempeñó como militar antes de irse a vivir a los Estados Unidos, desde donde enviaba dinero.
Doña Eneida, la madre de Gamaliel, logró fincar la casa antes de que don Eladio Gamas de pronto dejara de escribir y mandar recursos para su familia.
Al morir la madre, Gamaliel, el único de cuatro hijos que permanecía en el hogar, se quedó a cuidar la casa que pasó a heredar sin documentación de por medio.
Al principio comenzó a trabajar la tierra, pero se volvió un borracho.
Un par de años después de la muerte de su madre, Gamaliel conoció a la Amalia.
Se la trajo de Villahermosa, y dicen que desde el principio no confiaba en ella porque la había sacado de un antro.
Por otra parte, el mal compadre, Juan de la O, era un vividor que de vez en cuando ayudaba a Gamaliel a exprimirle a la parcela y al huerto lo poco que podían dar debido a la falta de esfuerzo y descuido constantes.
Cuando algún dinero caía en sus manos, el trío lo dilapidaba en parrandas que duraban días.
En este contexto viciado, a nadie le parecía extraño que De la O y la Amalia tuvieran sus “quereres”.
La tragedia se desencadenó una tarde de viernes en la que comenzaron a ingerir cervezas en un "pocito" de la localidad, juerga que después trasladaron a la casa del campesino.
En una discusión de borrachos surgieron las suspicacias. Ella, impasible, confesó a su amasio que todo era cierto; De la O y ella eran amantes. El mal compadre no lo negó, e incluso añadió:
—Mejor te vas yendo, compadre, porque la Amalia es mía y me la voy a quedar.
Ella no hablaba, seguía bebiendo su Caguama y sudando en medio del calor, los dimes y diretes y los mosquitos.
Siguieron durante al menos una hora los reclamos, reproches y algunos dicen que hasta empujones, hasta que fue turno de la Amalia.
“Qué, ¿ya no te acuerdas que hasta se dormía conmigo en la cama porque no querías bajarte de la hamaca?” le dijo ella, cínica.
Tal vez Gamaliel si la amaba, porque la respuesta que dio al final de la retahila de crudas confesiones del par de traidores, fue una que solamente podía salir de un corazón roto.
—Pues entonces me voy, pero pal otro mundo.
El mal compadre y la mujer observaron cómo preparó todo; el "matamonte", el arma y la cuerda.
Primero, Gamaliel se bebió la jarra llena de herbicida.
Increíblemente, Gamaliel no sólo sobrevivió, sino que siguió bebiendo su Caguama, como esperando la muerte, con una parsimonia desconcertante. Luego de unos minutos, desde su silla, De la O le preguntó:
—¡Carajo, compadre! ¿Qué tú no te piensas morir o qué chingados?
Gamaliel se llevó una vez más la Caguama a la boca, sorbió un largo trago y después vomitó sangre.
A continuación se levantó, caminó lentamente hasta el dintel de la puerta y cogió el machete. Hizo el amago de atacar a De la O, pero en lugar de eso, pasó la muñeca derecha por el filo.
Gamaliel se le quedó viendo al hilito de su propia sangre que comenzó a escurrir con timidez desde la abertura de piel.
La pareja lo miró como se miraría a un muerto ambulante.
Los relatos coinciden en que Gamaliel se volvió a sentar en su silla. Ya no bebía, estaba quieto, con la mirada en el vacío.
De la O iba a rematarlo a machetazos, pero fue detenido por la Amalia.
La mujer lo abrazó para impedirle la acción, pero no por amor a Gamaliel, sino para impedir que su amante se comprometiera con el asesinato del amasio.
De todas formas, la muerte ya le tendía los brazos. De pronto, Gamaliel se levantó de la silla.
Con la camisa y el pantalón manchados de sangre y vómito, caminó hacia la cuerda que había amarrado del árbol.
Aquí las versiones difieren; en una de ellas, contada por uno de los vecinos que observaba a lo lejos, el campesino se pone la soga al cuello y se arroja desde una silla para ahorcarse.
En la otra, es la Amalia quien, arrepentida, intenta rescatarlo de la asfixia mecánica cargándolo en vilo.
A saber.
Las investigaciones nunca esclarecieron nada acerca de la responsabilidad de la infiel ni del mal compadre en suicidio del hombre que murió tres veces.