Uno
Es un tráiler rojo, sin caja. El gigante de diez ruedas se apresta a cruzar, y al verlo, de inmediato los hombres levantan el pulgar para pedirle 'ride'. Pasa junto a mí. Imponente. Confiable. Poderoso. El rugido de su motor acalla la gritería de la multitud y hasta del agua de río que, a lo lejos y con su desastrosa reputación a cuestas, alardea de su fuerza inutilizando esta importante carretera.
A toda prisa, algunos alcanzan a treparse en los estribos. Sin medir demasiado lo riesgoso de la maniobra, me encaramo en la parte de atrás de la cabina. Aferro una baranda unida al fuselaje y con la otra sostengo el teléfono móvil. Bajo mis pies, gira el eje de transmisión. Intimidantes, las ruedas comienzan a mover la mole de acero.
Dos
Desde muy temprano por la mañana de este 9 de noviembre, en la zona conocida como La Majahua, sobre la carretera Teapa-Villahermosa, están las que posiblemente sean las personas "más responsables del mundo". Se trata de decenas de trabajadores, empleados de diversos ámbitos, que con tanta desesperación como paciencia buscan alcanzar la otra orilla, para presentarse a desempeñar sus respectivas labores.
Entre ellos y sus deberes, se interpone un vado de unos 40 metros de longitud y 60 centímetros de profundidad, con suficiente fuerza en la corriente como para arrastrar un vehículo de tamaño mediano.
La carretera discurre hasta perderse entre el agua, y allá a lo lejos se observa a la corriente arremetiendo contra los muros de contención de concreto armado, mismos que el agua ha empujado hasta sacarlos de su sitio.
Al ver la magnitud del reto que tienen por delante, muchos de los que guardaban esperanzas de cruzar, desisten. Sólo se quedan unos cuántos, cuya urgencia es mayor que la propia seguridad.
Dice Jorge 'N', empleado de una conocida ferretera: "Los patrones no piensan en uno. Nos amenazan. Nos exigen que vayamos a trabajar porque según va a haber más ventas por el agua. Lo que no se ponen a pensar es en lo que algunos tenemos que hacer para llegar a trabajar".
Tres
Pasa una camioneta blanca, de redilas. Se escucha a alguien decir: "No se va a parar. No nos va a querer llevar". Tenía razón. La camioneta pasa de largo. Con los pies mojados y el cubrebocas puesto, los que aguardan sólo se le quedan mirando.
El tráiler rojo avanza. En los estribos se cuelgan dos y hasta tres hombres. Para cuando la bocina del vehículo suena como anunciando la partida, yo ya estoy bien aferrado, junto con otro pasajero incidental que viaja colgado a mi derecha.
Me sorprendo al escucharme a mí mismo exclamar durante la transmisión en vivo: "Por favor usted no lo intente".
Del otro lado, en el sentido contrario, viene otro tráiler y un viejo camión de pasajeros blanco, con franjas rojas y anaranjadas. Y luego un tráiler amarillo, y después una pipa.
El camión sobre el que 'surfeo' deja una estela de agua agitada. Inmediatamente detrás, una camioneta llena hasta el tope aprovecha la turbulencia como una brecha para avanzar.
"Agárrate fuerte, no te vayas a caer", recomienda mi compañero de viaje al verme transmitir, hablar y aferrarme al camión para no caer sobre las ruedas, lo cual sería fatal. Él también trae su teléfono en la mano y por momentos parece textear.
Recibimos varios baños de agua lodosa salpicada por las llantas, a medida que el vehículo toma velocidad; mi teléfono se apaga y dejo de transmitir.
Cuando logramos llegar sanos y salvos al otro lado, justo a la glorieta de Guayabal en donde el tráiler se detiene, le pregunto a mi acompañante:
—¿Y tú, amigo, a dónde vas?
—Voy a trabajar —dice, resignado.