/ jueves 18 de febrero de 2021

CRÓNICA: La casona que murió de pie en pleno centro de Villahermosa

“Detrás de mí, estaba el edificio. Imponente, fugitivo de un siglo ya ido, hecho una ruina”

La esperaba frente al cementerio de la ciudad. "Dame chance. Cuidado con los muertos", texteó. Lo mencionó por el lugar en el que me encontraba, sí, pero también por otros curiosos incidentes que han estado ocurriendo en los últimos días.

Intenté enviarle mi ubicación. Inútil, usando este teléfono de pantalla agrietada y aplicaciones inservibles. Anticipé que, a pesar de manejar rápido, ella demoraría en alcanzarme, porque el tráfico de Villahermosa a las dieciocho treinta horas sólo sirve para llegar tarde a todas partes.

Entonces, reparé en su presencia.

Detrás de mí, estaba el edificio. Imponente, fugitivo de un siglo ya ido, hecho una ruina. Había llamado mi atención otras veces, pero nunca me di el tiempo necesario para detenerme a observarlo. Parecía inerte. La modernidad lo había silenciado, ahogándolo entre construcciones remozadas para el trajín y la exigencia de los nuevos tiempos: una gasolinera en un flanco, una farmacia en el otro.

La reja de entrada, de pintura descarapelada estaba abierta. Al fondo, alineadas en un estrecho corredor, algunas viviendas con facha de estar habitadas.

—Ya no rentan cuartos ahí —me dice una señora, mientras cierra la entrada de algo que parece ser una estética.

—¿Puedo entrar a mirar? —le preguntó. Se encoge de hombros.

—Pásele si quiere.

Apenas trasponiendo el umbral, hay unas escaleras. El barandal metálico y herrumbrado semeja el riel de un tranvía. El mosaico es amarillo, la pintura de de las paredes exhibe capas de otras eras geológicas. E ladrillo se asoma en algunos puntos. Entre dos claraboyas hay un escudo de armas. El escudo de armas de Tabasco. No hay nadie para explicarme por qué está ahí.

Me asomo a un departamento vacío en la segunda planta. Huele a encierro viejo, a humedad, a lágrimas contenidas, a primaveras, a navidades, a gente que vino y se fue.

Imagino historias.

No sé si tengo el derecho a imaginarlas, porque de pronto me siento un intruso. Después de hacer algunas fotos con mi celular roto, desciendo de nuevo al zaguán. Ahí hay un retablo que exhibe hileras de medidores de la CFE. El cablerío es caótico, y semeja las enredaderas que crecen sin ton ni son.

Las campanas de Catedral comienzan a sonar, pero en ese lugar, el tiempo se detuvo hace mucho tiempo.

—Ya no hay cuartos en renta. ¿Ya vio usted que se está cayendo? —vuelve a decir la mujer, quien ahora tiene una escoba entre las manos y platica con otra señora, en plena banqueta. El auto de mi compañera pasa de largo y se estaciona frente a la entrada del panteón.

Un hombre como saludo de la nada aparece para cerrar la reja con un candado y una cadena.

Atardece.

Entendí que no solamente las cosas vivas pueden morir.


La esperaba frente al cementerio de la ciudad. "Dame chance. Cuidado con los muertos", texteó. Lo mencionó por el lugar en el que me encontraba, sí, pero también por otros curiosos incidentes que han estado ocurriendo en los últimos días.

Intenté enviarle mi ubicación. Inútil, usando este teléfono de pantalla agrietada y aplicaciones inservibles. Anticipé que, a pesar de manejar rápido, ella demoraría en alcanzarme, porque el tráfico de Villahermosa a las dieciocho treinta horas sólo sirve para llegar tarde a todas partes.

Entonces, reparé en su presencia.

Detrás de mí, estaba el edificio. Imponente, fugitivo de un siglo ya ido, hecho una ruina. Había llamado mi atención otras veces, pero nunca me di el tiempo necesario para detenerme a observarlo. Parecía inerte. La modernidad lo había silenciado, ahogándolo entre construcciones remozadas para el trajín y la exigencia de los nuevos tiempos: una gasolinera en un flanco, una farmacia en el otro.

La reja de entrada, de pintura descarapelada estaba abierta. Al fondo, alineadas en un estrecho corredor, algunas viviendas con facha de estar habitadas.

—Ya no rentan cuartos ahí —me dice una señora, mientras cierra la entrada de algo que parece ser una estética.

—¿Puedo entrar a mirar? —le preguntó. Se encoge de hombros.

—Pásele si quiere.

Apenas trasponiendo el umbral, hay unas escaleras. El barandal metálico y herrumbrado semeja el riel de un tranvía. El mosaico es amarillo, la pintura de de las paredes exhibe capas de otras eras geológicas. E ladrillo se asoma en algunos puntos. Entre dos claraboyas hay un escudo de armas. El escudo de armas de Tabasco. No hay nadie para explicarme por qué está ahí.

Me asomo a un departamento vacío en la segunda planta. Huele a encierro viejo, a humedad, a lágrimas contenidas, a primaveras, a navidades, a gente que vino y se fue.

Imagino historias.

No sé si tengo el derecho a imaginarlas, porque de pronto me siento un intruso. Después de hacer algunas fotos con mi celular roto, desciendo de nuevo al zaguán. Ahí hay un retablo que exhibe hileras de medidores de la CFE. El cablerío es caótico, y semeja las enredaderas que crecen sin ton ni son.

Las campanas de Catedral comienzan a sonar, pero en ese lugar, el tiempo se detuvo hace mucho tiempo.

—Ya no hay cuartos en renta. ¿Ya vio usted que se está cayendo? —vuelve a decir la mujer, quien ahora tiene una escoba entre las manos y platica con otra señora, en plena banqueta. El auto de mi compañera pasa de largo y se estaciona frente a la entrada del panteón.

Un hombre como saludo de la nada aparece para cerrar la reja con un candado y una cadena.

Atardece.

Entendí que no solamente las cosas vivas pueden morir.


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