La ciudad entera les pasa rodando por debajo, todo el tiempo. La gente atraviesa a pie sus vidas, cruzando por el único hogar que ambos conocen desde hace dos años: un puente peatonal.
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Él se llama José Alfredo Jiménez (como el artista). Teje una hamaca mientras su pareja, la señora María del Carmen, le expurga la hirsuta cabellera. El ruido de los autos es incesante, lo mismo que el ir y venir de peatones que buscan pasar la avenida Ruiz Cortines, a la altura de la salida a Macuspana.
"No siempre vivimos aquí. Las personas nos miran como bichos raros, pero somos personas comunes. O alguna vez lo fuimos. Antes de caer en esta situación, trabajé en el ayuntamiento de Centro durante 17 años, y vivía en una casa de la colonia La Manga III. Era chofer del ayuntamiento, pero nunca cobré como chofer. Y por un problema familiar, una riña de codicia, fue que terminé viviendo aquí", relata él, mientras sus manos siguen tejiendo los hilos de nylon.
La pareja ocupa el margen izquierdo del puente, el del lado de la colonia Gaviotas. El lugar los protege un poco de los embates del clima porque la estructura metálica está techada con acrílico transparente y se encuentra bien ventilada; al fondo, ellos han colocado unas cobijas, para separar una sección que haga las veces de habitación. Ahí, entre desechos, comen, duermen, hacen sus necesidades, trabajan. Todo, a la vista de automovilistas y transeúntes.
El ruido que genera el paso de los vehículos es incesante, monótono; a ratos ensordecedor.
"Tengo una niña con discapacidad, que no puede vivir conmigo por obvias razones. Estas épocas son muy tristes para nosotros. Por ejemplo, el año pasado perdí a mi papá, en diciembre. En este diciembre se murió uno de mis hermanos. Mi situación es difícil, como verá. Tengo familia. Mi madre ya me había aceptado en la casa, pero mis hermanos, por ambición, porque creen que yo voy a pelear propiedades con ellos, terrenos, lo impidieron... así que aquí sigo".
Luego, el hombre se sincera:
"Yo apuñalé a mi hermano. Estuve en el reclusorio, mi madre no quería retirar la demanda, pero yo salí del Creset teniendo a Dios en el corazón. Salí de ese lugar tratando de rehacer mi vida, sin saber que la situación está más difícil afuera que adentro del penal", se queja, al borde del llanto.
José Alfredo no lleva puesta una camisa. Su torso de piel requemada evidencia sus dichos: varios tatuajes, y una gran cicatriz en el vientre. Luego, se refiere a la mujer que lo acompaña, su pareja.
"Nos conocimos en las calles. Ella vendía cigarros, tenía su canasta, y yo andaba en por ahí en mi silla de ruedas. Gracias a Dios nos encontramos. La quiero porque desde que empezamos a andar nos hemos ayudado el uno al otro. Esta Navidad fue terrible, casi sin comida. Sólo un kilo de frijol, pasta, y dos botes de leche... esa fue nuestra cena".
Ella lo mira con atención, y toma la palabra.
"Aquí hemos vivido dos años. Con él, llevo tres (años)... y pues me salgo a vender, hago hamaquitas chicas, y bolsas, y si no lo apoyo a él, ¿quién? Está operado de la barriga...", dice, volviendo a su tarea de hurgar en el cabello de su compañero.
El ruido de los coches por momentos se lleva sus palabras. Una mujer pasa por el puente. Da las buenas tardes y se disculpa, como si estuviera consciente de que irrumpe en un espacio íntimo, que no le pertenece.
"Aquí nos han querido robar las hamacas. Una vez tuve que armarme de valor, porque yo soy discapacitado, estoy herniado. Aquí la maleantada nos molesta. La gente nos ve feo, les damos asco... Una vez hablamos con el gobernador, pues estamos en una situación muy difícil. Si alguien nos puede ayudar, ayúdennos, ya queremos salir de este puente, estamos hartos de que la gente nos insulte, nos maltrate... hacemos un llamado al presidente de la república... mira cómo vivimos tus paisanos... ayúdanos, eso queremos en este Año Nuevo".