/ viernes 27 de marzo de 2020

Crónica | Escuchado en una fila...

Son días de guardarse. Y de hacer filas interminables para resolver ciertos aspectos de la vida cotidiana, durante lo que todavía puede considerarse como el inicio de la emergencia por Covid-19 en Tabasco.

Son las 11:30 horas y medio centenar de personas aguardan a ser atendidos en una sucursal de conocido banco, ubicado en Tabasco 2000, el corazón financiero de Villahermosa, convertido en lujoso yermo.

El acceso interior está controlado por un empleado bancario que organiza a los clientes; les pregunta qué tipo de trámite realizarán y los dosifica para que sean atendidos por la única empleada de ventanilla y la única ejecutiva disponibles.

En el Lobby, se arremolina gente necesitada de servicios. La espera será larga y la mayoría exhiben un aspecto resignado. Una mujer aprovecha para hacer su agosto en pleno marzo con la venta de crubrebocas hechos a mano.

Cubrebocas de colores, para todos los gustos y temores. Foto: Ángel Vega

—¿A cómo los da?

—Son a diez pesos pero están bien hechos. Cosidos a mano, son de tela lavable...

—Llévelo, salen buenos, no se rompen —interviene una mujer que ya trae el suyo puesto.

—¡Usted los costura? —pregunta una joven.

—No, los hace otra señora y a mí me los da para vender —responde. Abre su bolso y saca un mazo de cubrebocas de todos colores. Ella no lleva cubrebocas.

—¿Nada más tiene estos colores? —pregunta un sujeto.

—Ahorita nada más estos —responde la vendedora, y añade:

—Mañana voy a traer más más. Si gusta le doy mi whats. Dicta el número y después sale apresuradamente. Continúa ofreciendo su producto afuera del banco.

Algunas personas acuden acompañadas y conversan; otras, aunque vienen solas, parecen sólo pensar en voz alta. Detrás de cada frase suelta que se escucha por encima de la fila, con seguridad, hay toda una historia:

—¿Hasta cuándo van a seguir trabajando? Acá ya paramos...

—... Dicen que ya hay más casos...

—... Es sólo para el fin de semana. Pero si se alarga...

—... Ya le dije a mi hija que si quiere se venga para la casa, ¿qué hace allá solita? El flojo aquel ni está...

—¿Quién llegó al último? ¿Dónde va la cola?

—... Tenía que venir a pagar, ni modo...

—¿Esta cola es para el cajero?

—... Y ese diantre nomás se reía, y le dije: ¡de qué te ríes, diantre?

Dentro de la sucursal, una dama ya mayor lanza una pregunta al aire, mientras espera su turno. Quiere saber si ya ha ocurrido el primer deceso por coronavirus en la entidad.

—Gracias a Dios no —responde otro, solícito.

Sólo hay cuatro personas en la sala de espera y entre cada lugar hay un letrero pegado al asiento que dice: "Deje libre este espacio, por favor".

Una mujer joven reconforta a la señora, y otro hombre que aguarda a ser atendido aprovecha, a la menor provocación, para dar un sermón a voz en cuello. Incluso, investido de solemnidad, se levanta de su asiento.

—Son tiempos de tribulación, pero no debe usted temer. El Señor es mi roca, mi pastor y mi consuelo...

—Es que mi marido acaba de fallecer la semana pasada. Por las cosas de la edad, no por el coronavirus. Y yo tengo miedo...

—Por eso debe usted creer en la promesa de la Palabra. Seguro su esposo la espera. Él ya miró a los ojos a Nuestro Señor...

De pronto, el improvisado sermón es interrumpido de forma prosaica por la ejecutiva de cuenta que grita:

—¡Siguiente turno, por favor!

Son días de guardarse. Y de hacer filas interminables para resolver ciertos aspectos de la vida cotidiana, durante lo que todavía puede considerarse como el inicio de la emergencia por Covid-19 en Tabasco.

Son las 11:30 horas y medio centenar de personas aguardan a ser atendidos en una sucursal de conocido banco, ubicado en Tabasco 2000, el corazón financiero de Villahermosa, convertido en lujoso yermo.

El acceso interior está controlado por un empleado bancario que organiza a los clientes; les pregunta qué tipo de trámite realizarán y los dosifica para que sean atendidos por la única empleada de ventanilla y la única ejecutiva disponibles.

En el Lobby, se arremolina gente necesitada de servicios. La espera será larga y la mayoría exhiben un aspecto resignado. Una mujer aprovecha para hacer su agosto en pleno marzo con la venta de crubrebocas hechos a mano.

Cubrebocas de colores, para todos los gustos y temores. Foto: Ángel Vega

—¿A cómo los da?

—Son a diez pesos pero están bien hechos. Cosidos a mano, son de tela lavable...

—Llévelo, salen buenos, no se rompen —interviene una mujer que ya trae el suyo puesto.

—¡Usted los costura? —pregunta una joven.

—No, los hace otra señora y a mí me los da para vender —responde. Abre su bolso y saca un mazo de cubrebocas de todos colores. Ella no lleva cubrebocas.

—¿Nada más tiene estos colores? —pregunta un sujeto.

—Ahorita nada más estos —responde la vendedora, y añade:

—Mañana voy a traer más más. Si gusta le doy mi whats. Dicta el número y después sale apresuradamente. Continúa ofreciendo su producto afuera del banco.

Algunas personas acuden acompañadas y conversan; otras, aunque vienen solas, parecen sólo pensar en voz alta. Detrás de cada frase suelta que se escucha por encima de la fila, con seguridad, hay toda una historia:

—¿Hasta cuándo van a seguir trabajando? Acá ya paramos...

—... Dicen que ya hay más casos...

—... Es sólo para el fin de semana. Pero si se alarga...

—... Ya le dije a mi hija que si quiere se venga para la casa, ¿qué hace allá solita? El flojo aquel ni está...

—¿Quién llegó al último? ¿Dónde va la cola?

—... Tenía que venir a pagar, ni modo...

—¿Esta cola es para el cajero?

—... Y ese diantre nomás se reía, y le dije: ¡de qué te ríes, diantre?

Dentro de la sucursal, una dama ya mayor lanza una pregunta al aire, mientras espera su turno. Quiere saber si ya ha ocurrido el primer deceso por coronavirus en la entidad.

—Gracias a Dios no —responde otro, solícito.

Sólo hay cuatro personas en la sala de espera y entre cada lugar hay un letrero pegado al asiento que dice: "Deje libre este espacio, por favor".

Una mujer joven reconforta a la señora, y otro hombre que aguarda a ser atendido aprovecha, a la menor provocación, para dar un sermón a voz en cuello. Incluso, investido de solemnidad, se levanta de su asiento.

—Son tiempos de tribulación, pero no debe usted temer. El Señor es mi roca, mi pastor y mi consuelo...

—Es que mi marido acaba de fallecer la semana pasada. Por las cosas de la edad, no por el coronavirus. Y yo tengo miedo...

—Por eso debe usted creer en la promesa de la Palabra. Seguro su esposo la espera. Él ya miró a los ojos a Nuestro Señor...

De pronto, el improvisado sermón es interrumpido de forma prosaica por la ejecutiva de cuenta que grita:

—¡Siguiente turno, por favor!

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