Han pasado exactamente seis meses, era una tarde de Febrero, donde el cielo pintaba con colores grises y el aire que se respiraba era un poco húmedo. Los pájaros buscaban árboles para poder reposar y pasar la noche.
Cerca de que se ocultara el sol, suena un teléfono, una llamada de doña Lupita diciéndole a Jesús que era necesaria su presencia en casa de Don Ignacio; rápidamente, el hijo toma los primeros pares de sandalias que encuentra y se va. Al llegar a casa de Don Ignacio, se pone nostálgico al toparse de frente con el espejo de dos metros de ancho y un metro de largo que uno suele toparse en la entrada de la casa, voltea a ver a su izquierda y se fija en los peines, las tijeras y el viejo radio que siempre se mantenía encendido cuando su abuelo se ponía a rasurar a sus clientes, un radio que llevaba más de 30 años en su poder con una gran historia de cómo lo obtuvo en una rifa; pero esta vez era distinto, no estaba encendido y se notaba una ausencia en el aire.
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Era la ausencia de don Ignacio de la Cruz, nacido en Villahermosa Tabasco, pero que vivió gran parte de su vida en un pequeño poblado llamado Ocuiltzapotlan, donde era famosamente conocido como el Tío Nacho por el nombre de la barbería; él era una persona canosa, con poco pelo, muy serio pero carismático, que trabajaba desde las 5 de la mañana hasta las 12 de la noche, si es que te urgía el corte de cabello.
Además, tenía un repertorio con ciento de historias: su favorita era la de cómo inició su vida en el mundo de la barbería; él aseguraba ser la única persona de Ocuiltzapotlan que rasuró a todo los de su generación, siempre le gustaba recordar con entusiasmo cuando obtuvo su primer trabajo, el cual fue en una barbería, y consistía en barrer el cabello que se cortaba en aquel lugar, y poco a poco fue observando y tomando experiencia para poder hacerlo él mismo, hasta que llegó el momento en el que un señor entró urgido a la barbería por un corte de cabello, pero no se encontraba el barbero, y él, sin experiencia, decidió rasurarlo. Y así fue como logró su primer corte de cabello, su primer pago y su primer “gracias, quedó muy bien”, lo que lo hizo sentir muy feliz, o al menos, así se hacía notar en su lenguaje corporal cada vez que lo contaba.
Su semblante cambio de manera rápida por aquellos recuerdos; miles de preguntas llenaron su cabeza, ¿en qué momento todo cambió?, ¿Cuándo fue la última vez que vio a su abuelo rasurar a alguien?, ¿el tiempo es injusto?, ¿estamos disfrutando nuestra vida? Preguntas que normalmente uno se hace, pero nadie puede responder.
Al recorrer el pasillo para dirigirse a la habitación donde se encontraba en cama el jubilado barbero, se topa con su mamá, que, con una mirada decaída y un tono de voz entre cortado, transmitía esa sensación que normalmente uno pasa cuando está apuntó de llorar y siente como se le hace un nudo en la garganta.
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Entre lágrimas y pocos ánimos, le dice que tal vez serían los últimos días con vida del abuelo quien ya llevaba más de seis meses luchando con un cáncer de hígado y ya no aguantaba más intervenciones médicas; todos estaban en shock por el momento al ver que el pilar de la casa estaba diciendo adiós sin despedirse, sus ojos estaban directos observando el techo, lo cual hizo recordar en la mente una frase famosa de Nietzsche: “Si miras durante un largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”. Todos estaban esperando que llegara el milagro de sanación o el descanso eterno.
Al transcurrir de las horas, se comenzó a escuchar de su boca un pequeño sonido, que con el pasar del tiempo se iba haciendo más fuerte; parecía como si se estuviera atragantando. Todos se empezaron a preocupar, pues era el famoso ronquido de la muerte.
Esa noche fue larga para todos, sobre todo para su nieto, su cliente número uno, al que le gustaba cortarse el cabello con él, y no permitía que alguien más lo hiciera. Al que le gustaba escuchar esas historias en los inicios de su profesión, de aquel barbero que a la mañana siguiente, le llegó el sueño eterno.