/ domingo 20 de junio de 2021

Al son del organillo, en Villahermosa se gana así el sustento

Desde hace más de quince años, Máximo, originario Veracruz, se dedica a tocar este instrumento en las calles de esta ciudad; la falta de trabajo lo obligó a desempeñar este oficio

Máximo Rodríguez Martínez lleva más de quince años dedicándose a alegrar las calles de Villahermosa; con su peculiar organillo recorre largos caminos, alegrando los oídos de muchas familias.

Don Máximo se levanta todos los días a las 5 de la mañana, lee el periódico y toma un sorbo de café; plancha sus arrugadas ropas, lustra sus zapatos, se mira en el espejo y se pone su sombrero de manera firme. Así, se prepara para un largo día de música, sed, cansancio y hambre, pues a pesar que disfruta la música, la necesidad y la falta de trabajo lo obligaron a dedicarse a este oficio.

Originario de Veracruz, el organillero ha recorrido en sus años de vida casi todos los estados de la república, cargando el pesado instrumento de entre 40 y 45 kilos inventado a principios del siglo XIX en Inglaterra y traído a México en tiempos de la revolución, volviéndose una tradición que llegó para quedarse como ícono de la música popular.

Síguenos en Facebook: @elheraldodetab y en Twitter: @heraldodetab

El humilde hombre relata que antiguamente, los revolucionarios creaban cilindros con música de sus movimientos armados para que la gente pudiera escucharlos; diferentes organilleros fueron perseguidos y ultimados por los federales del gobierno, para que no pudieran mostrar sus canciones al pueblo: “llevo en mis hombros el peso de hombres que murieron en pro de la libertad”, menciona de manera alegre y victoriosa.

Siempre va acompañado de su amigo Marcos, que vestido de mono, pasa por las puertas de las casas esperando recibir algo de dinero para su sustento diarios; “normalmente ganamos al día unos 200 pesos o menos, dependiendo el ánimo de las personas que nos reciben en las calles”, menciona don Máximo de manera triste, ya que no tienen un sueldo fijo que pueda cubrir sus necesidades y las de su familia.

Normalmente, Máximo iba acompañado hace ya muchos años por un mono araña real, pero después de las leyes que tipificaron el maltrato animal, ya no pudo seguir con esta atracción; el músico comenta que en una ocasión fue contratado por un partido político para amenizar un evento; el plato fuerte que degustaron fueron monos, y de manera irónica, fueron representantes de ese partido los mismos que aprobaron la ley en contra de utilizar animales en circos y atracciones.

Casi cuando llega la mitad del día, hace una pequeña parada, agarrando sombra bajo los árboles, descansando con su compañero de aventuras, tomando un vaso de pozol o agua que las personas le regalan a su paso; “una vez me dijo un señor que mejor me dedicara a trabajar y dejara de ser flojo, que cualquiera tocaba un organillo, que era fácil de hacerlo; le contesté: ‘Cualquiera lo toca pero no cualquiera lo carga’”, relata.

Al terminar el día llega a su hogar, con los zapatos rotos y los pies desvaídos, cansado de trotar caminos, recolectando las pocas monedas que logró en el día, pensando en el futuro de sus hijos; hay días en que odia el organillo: desearía no volver a tocarlo más y conseguir otro trabajo menos pesado; pero, menciona, hay cierta atracción mística, algo sobrenatural, quizá el hechizo de los antepasados que cargaron con él, que hace que a la mañana siguiente el odio por los 45 kilos de madera y mecanismo que carga sobre sus hombros se desvanezca, pues siente que su misión en esta vida es hacer que no muera esta tradición en México.

Con una sonrisa en su rostro, menciona: “si has tenido un mal día, quiero alegrarlo con las melodías de este extraordinario invento; que lleguen a los oídos las historias de nuestros antepasados que murieron por la libertad, cargando consigo un instrumento de esperanza”, concluyó.

Máximo Rodríguez Martínez lleva más de quince años dedicándose a alegrar las calles de Villahermosa; con su peculiar organillo recorre largos caminos, alegrando los oídos de muchas familias.

Don Máximo se levanta todos los días a las 5 de la mañana, lee el periódico y toma un sorbo de café; plancha sus arrugadas ropas, lustra sus zapatos, se mira en el espejo y se pone su sombrero de manera firme. Así, se prepara para un largo día de música, sed, cansancio y hambre, pues a pesar que disfruta la música, la necesidad y la falta de trabajo lo obligaron a dedicarse a este oficio.

Originario de Veracruz, el organillero ha recorrido en sus años de vida casi todos los estados de la república, cargando el pesado instrumento de entre 40 y 45 kilos inventado a principios del siglo XIX en Inglaterra y traído a México en tiempos de la revolución, volviéndose una tradición que llegó para quedarse como ícono de la música popular.

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El humilde hombre relata que antiguamente, los revolucionarios creaban cilindros con música de sus movimientos armados para que la gente pudiera escucharlos; diferentes organilleros fueron perseguidos y ultimados por los federales del gobierno, para que no pudieran mostrar sus canciones al pueblo: “llevo en mis hombros el peso de hombres que murieron en pro de la libertad”, menciona de manera alegre y victoriosa.

Siempre va acompañado de su amigo Marcos, que vestido de mono, pasa por las puertas de las casas esperando recibir algo de dinero para su sustento diarios; “normalmente ganamos al día unos 200 pesos o menos, dependiendo el ánimo de las personas que nos reciben en las calles”, menciona don Máximo de manera triste, ya que no tienen un sueldo fijo que pueda cubrir sus necesidades y las de su familia.

Normalmente, Máximo iba acompañado hace ya muchos años por un mono araña real, pero después de las leyes que tipificaron el maltrato animal, ya no pudo seguir con esta atracción; el músico comenta que en una ocasión fue contratado por un partido político para amenizar un evento; el plato fuerte que degustaron fueron monos, y de manera irónica, fueron representantes de ese partido los mismos que aprobaron la ley en contra de utilizar animales en circos y atracciones.

Casi cuando llega la mitad del día, hace una pequeña parada, agarrando sombra bajo los árboles, descansando con su compañero de aventuras, tomando un vaso de pozol o agua que las personas le regalan a su paso; “una vez me dijo un señor que mejor me dedicara a trabajar y dejara de ser flojo, que cualquiera tocaba un organillo, que era fácil de hacerlo; le contesté: ‘Cualquiera lo toca pero no cualquiera lo carga’”, relata.

Al terminar el día llega a su hogar, con los zapatos rotos y los pies desvaídos, cansado de trotar caminos, recolectando las pocas monedas que logró en el día, pensando en el futuro de sus hijos; hay días en que odia el organillo: desearía no volver a tocarlo más y conseguir otro trabajo menos pesado; pero, menciona, hay cierta atracción mística, algo sobrenatural, quizá el hechizo de los antepasados que cargaron con él, que hace que a la mañana siguiente el odio por los 45 kilos de madera y mecanismo que carga sobre sus hombros se desvanezca, pues siente que su misión en esta vida es hacer que no muera esta tradición en México.

Con una sonrisa en su rostro, menciona: “si has tenido un mal día, quiero alegrarlo con las melodías de este extraordinario invento; que lleguen a los oídos las historias de nuestros antepasados que murieron por la libertad, cargando consigo un instrumento de esperanza”, concluyó.

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