El siguiente testimonio nos lo cuenta vía telefónica nuestro lector, el señor José Romero de la Cruz, quien es originario del municipio de Teapa, Tabasco, pero que desde hace muchos años vive en la ciudad de México.
"Cuando éramos niños, mis papás salían a trabajar y nos dejaban a mis hermanos y a mí prácticamente solos en la casa, que estaba en el mero monte. Era una choza con techo de guano, de esas de las de antes, hecha con piedras del río, barro y troncos de árbol".
"Teníamos algunos animales. Un caballo, que ya de tan viejo no servía mas que para las cargas de leña, ya no se podía montar y mi papá no lo usaba más para ir al jornal o al pueblo. También había gallinas, un par de puerquitos, un chivo.
"Desde siempre, mis papás nos contaban historias sobre los peligros del monte y de los ríos, entre ellos, los duendes.
"Mi mamá contaba que a su mamá, o sea mi abuelita, se la había querido llevar un duende cuando era joven, mientras se bañaba en el río; le advirtieron que no era bueno nadar sola, y mucho menos cuando ya se está ocultando el sol, pero no hizo caso. Entonces, decía mi mamá, unos seres pequeñitos, peludos y con grandes dientes afilados salieron de entre los árboles y la quisieron jalar. Tuvo la suerte de que alguien pasara por ahí y ahuyentara a los duendes.
"A nosotros nunca nos parecieron demasiado extrañas las cosas que pasaban en el monte. Hasta ahora que las vuelvo a pensar, me acuerdo y digo; ¡diantre! Y no les encuentro explicación.
"Por ejemplo, a veces escuchábamos cantar a los duendes. Eran voces que llegaban de la montaña, canciones en un idioma que desconozco. A veces era una sola voz y otras eran varias las que cantaban. Cuando esto pasaba, nos encerrábamos en la choza, atrancábamos la puerta y cerrábamos las ventanas, aunque hiciera mucho calor.
"Otras veces, el caballo amanecía con la crin hecha trencitas. No eran nudos que se pudieran hacer de forma casual. Eran trenzas, alguien le anudaba el pelo al caballo, incluso el de la cola. Y ni modo que algún maldoso atravesara el monte de noche para llegar hasta nuestra casita y ponerse a hacerle maldades al caballo.
"Mi mamá se iba al pueblo a vender pozol, y cuando salía muy temprano, nos advertía: no se alejen porque se los llevan los duendes. Ni aunque les ofrezcan dulces, o juguetes, ni nada, porque los van a llevar al monte y nunca los vamos a volver a ver.
"Mi papá contaba que los duendes vigilaban tesoros que los piratas españoles e ingleses habían escondido en la sierra. Decía que si por casualidad te encontrabas uno de esos tesoros, los duendes no te dejarían disfrutarlo, ni siquiera llevarte un poco, y te atormentarían para siempre.
"También decía que si un duende te molesta, era necesario llamar a un brujo. Según esto, el brujo le pone una mesa y una silla en pleno descampado. Sobre la mesa, licor, cigarros, una baraja y un espejo. Cuando el duende llega, se pone a jugar, se toma el licor y cuando se mira al espejo, se asusta, de tan feo que es. Luego el brujo lo cuerea, es decir, lo agarra a cinturonazos hasta se va y no vuelve nunca más...
"Pero yo creo que hay distintos tipos de duendes. Los que a mí me tocó ver cuando niño, eran como enanos peludos, con garras en las patas y dientes afilados. Los ojos son negros y grandes, la piel de la cara es arrugada y negra también, y tienen voces angelicales, como de niños, pero de pronto sueltan gruñidos de bestias.
"Creo que la zona serrana de Tabasco guarda todavía muchos secretos. No sé si sigan pasando por allá cosas relacionadas con los duendes, pero en mi infancia era muy común escuchar de ellos..."