La siguiente historia forma parte de la tradición oral del estado de Tabasco, bien puede tratarse de una pieza de ficción o pertenecer al imaginario popular. Algunos de los relatos que aquí publicamos son dados por verdaderos entre quienes afirman haberlos vivido, sin embargo, en la presente sección simplemente difundimos estos contenidos para que nuestros queridos lectores pasen un rato entretenido.
En el sueño, la Victoria ensangrentada desciende de su altar de piedra, mortífera, sonriente, mostrando aquellos dientes limados para semejar colmillos de bestia, dispuesta a devorarlo. Su pecho ostenta un laberinto de marcas, cicatrices decorativas, burdos tatuajes. Ataviada con collares de cascabeles en forma de ojos de calavera, de su cintura cuelga también una falda de orejas y narices cercenadas a sus enemigos. En la diestra empuña una daga de roca basáltica.
Desde que era niño, el ingeniero civil Sebastián Beaumont no había vuelto a soñar con alguna de las gorgonas que plagaban las fantasías que le contaba su abuela, la nieta de un inmigrante francés que en la Segunda Intervención profanó con su planta suelo azteca, y que le heredó, además del azul casi violáceo de los ojos, las historias tergiversadas de batallas libradas junto a L'Herillier y Gambier en Orizaba.
Lee más: "La muertita del 309 se me pegó como una chinche"
A diferencia de sus ancestros, Sebastián no había peleado en ninguna guerra. Pese a ello, libraba sus propias batallas cotidianas. Apenas abrió los ojos, pudo recordar de golpe lo banalmente complicado de su situación.
No era un general, pero estaba al mando de un regimiento de noventa trabajadores (subempleados por un contratista fantasma, la esclavitud era un hecho vigente, no histórico), acechando un monumento que se negaba a desaparecer, arcaico, asentado en medio de una vialidad absurda, en una ciudad ardiente y caótica del sureste mexicano. Luchaba por concluir una obra plagada de contratiempos de último momento. Un descalabro presupuestario tras otro, permisos que se atoraban en la engorrosa burocracia tabasqueña, el accidente de un trabajador.
Y por si fuera poco, una vez salvados los escollos, ahora estaba inmovilizado por una protesta de campesinos chontales empecinados en impedir que ese horrendo túmulo que conmemoraba alguna una gesta ignota, fuera removido de su lugar original para dar paso a un moderno distribuidor vial.
Todo era parte de un mismo problema. Un gobierno podrido hasta las entrañas, delincuentes sueltos como jaurías urbanas, asaltos, linchamientos a diario en las colonias, inconformidad generalizada. Odio a pie de calle. La sociedad era una olla a presión a punto de estallar. ¿Dónde estaba la Policía? Tenía semanas sin ver una sola patrulla ni un policía. No veía, tampoco, la hora de largarse de ahí, de vuelta a la Ciudad de México.
Y ahora esto. ¿Quiénes eran estos indígenas que defendían un pasado representado por un montón de rocas? ¿Qué beneficio obtendrían? Pinches indios. Cuando no estaban bloqueando vialidades, saboteaban pozos petroleros, o saqueaban camiones de mercancías en las carreteras. ¿Qué congruencia había en ello? se preguntaba el ingeniero mientras avanzaba por las calles de Villahermosa, plagadas de baches, como en un paisaje lunar. ¿Qué tiene esto de villa? ¿Qué tiene de hermosa? maldijo el ingeniero.
"Somos campesinos, somos indígenas. Somos los legítimos dueños de estas tierras", vociferaba uno por el altavoz, en tanto él descendía de la camioneta, lo más cerca posible de la obra a medias.
El monumento, popularmente conocido como "La Chichona" era al mismo tiempo trofeo de guerra y campo de batalla; estaba rodeado de improvisados campamentos de inconformes que sitiaban la maquinaria inmovilizada. La escultura se erguía incólume entre andamios y zanjas que socavaban los cimientos. Los obreros flojeaban en las barracas o bajo los viejos pasos a desnivel que rodeaban el conjunto, mismos que serían demolidos para dar paso a la nueva vialidad.
Se creían indios puros, elegidos, legítimos detentores de la tierra y la Patria. ¿Lo eran? ¿Eso les daba derecho a sembrar el caos, a impedir el progreso? Sebastián razonaba que los indígenas, a su vez, provenían de distintas tribus que se habían entremezclado a raíz de invasiones y colonizaciones previas a la llegada de los españoles. Él mismo, mexicano con sangre francesa corriendo en sus venas, era fruto de una colonización, de un violento choque cultural.
"En este país ser bastardo no es culpa de nadie", pensaba. "Salvo de aquel iluso que se considera racialmente puro, pese a ser un hijo de la chingada", añadió en seguida, casi en voz alta.
Tenía programada una reunión con la mesa de diálogo, cerca de las nueve de la mañana. Estaría ahí la representante de los inconformes, un enviado del gobierno estatal, el apoderado legal de la compañía contratista, un diputado de la Comisión de Asuntos indígenas y él, como responsable de la obra. Ya podía ver el montaje teatral de siempre. Circunloquios previsibles y final con puntos suspensivos. Impunidad, largas, largas y más largas.
El diálogo, por exigencia de los indígenas, se realizaría bajo la sombra del paso a desnivel, al pie de la estatua que tenía las horas contadas. Todos tomaron su lugar en una mesa plegable. Todos sudaban, como beduinos en su jugo.
Habló primero la lideresa indígena. Era una joven morena, de cabello suelto hasta los hombros y mirada inteligente. Llevaba una playera con una leyenda estampada. Al ingeniero le extrañó que no fuera algún símbolo "chairo", la imagen del che Guevara, o algo, sino una leyenda o un nombre que no comprendió; "Yum Kimil".
-En ese lugar han ocurrido masacres que se remontan a la época prehispánica en Tabasco, pasando por el sitio de la ciudad de San Juan Bautista (hoy Villahermosa) por las fuerzas liberales para expulsar a los franceses, inició el 2 de diciembre de 1863, y culminaría hasta el 27 de febrero de 1864.
-Bueno, -argumentó el enviado del gobierno, -También ha sido escenario de una masacre de policías por parte del crimen organizado en el 2007. Varios indigentes y dipsómanos han muerto bajo el puente. Hubo otro asesinato de policías durante una persecución y balacera el 14 de agosto de 2015. Han habido decenas de accidentes, atropellamientos... la lista sería larga. Y todo eso no lo hace más "histórico".
De inmediato, Sebastián Beaumont notó que algo no andaba bien. Sus obreros ya no estaban. De pronto, una columna de humo negro se levantó desde el monumento. Era la maquinaria. Le habían prendido fuego, a propósito.
Entonces, los indígenas apresaron al apoderado legal, al enviado del gobierno, al diputadete, y a él.
El ingeniero lo vio todo claramente. No era una "mesa de diálogo". Había sido un juicio sumarísimo del pueblo.
Primero, la turba los arrastró, aporreándolos. Los hincaron de frente al monumento. Al mismo que simbolizaba la victoria de un pueblo sobre sus invasores. Beaumont creyó entonces en la perversidad de aquello que llamamos destino.
El primer turno fue para el enviado del gobierno estatal. Luego de machacarlo a palos y patadas, lo desmembraron a machetazos al pie de "La Chichona". Corrió similar suerte el diputado vendido, y el abogado tinterillo que defendía a la compañía. Sólo que a ellos primero les cortaron la nariz y las manos. Con el diputado se ensañaron. Le rociaron encima una garrafa de huachicol y lo quemaron vivo.
La lideresa de los indios presenciaba la escena, entre fascinada y divertida.
Fue el turno del ingeniero civil. La espuma fría del miedo le inundó el estómago. Recordó su sueño recurrente. Ahora, todo tenía sentido.
La glorieta a Sánchez Magallanes, mejor conocido como "La Chichona", era en realidad un gigantesco altar a la muerte.
El viento sopló llevándose el humo espeso que manaba de la maquinaria y los cadáveres quemados. El ruido que hacía semejaba la voz escuchada en su sueño."Yum Kimil"...
La Victoria ensangrentada descendió de su altar de piedra, mortífera, sonriente, mostrando aquellos dientes limados para semejar colmillos de bestia, dispuesta a devorarlo...
La historia presentada es ficción.