Los arrieros cabalgaron durante toda la noche.
Arribaron envueltos por la neblina helada de la sierra norte de Puebla que, persistente como un mal presagio, les venía pisando los talones desde San José Miahuatlán.
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Antiguamente, para llegar a San Gabriel no había de otra más que seguir el camino principal, pero en medio de una oscuridad sin luna como aquella, era muy fácil perderse.
Para fortuna de los viajeros, los tiempos estaban cambiando; ahora sólo era necesario encontrar el lejano pero inconfundible resplandor de la luz artificial que se colaba entre las montañas, y avanzar hacia él.
Era como la guía de un faro, en medio de un océano de sombras.
El cableado del telégrafo ya no era una novedad en aquel pueblo, pero los postes de la luz eléctrica, esos sí que eran verdaderos monumentos al progreso. No obstante, ni siquiera estos recién instalados veneros del porvenir habían conseguido ahuyentar del todo a los fantasmas que aún persistían agazapados en los escondrijos de la superstición popular. Muy pronto, los arrieros lo averiguarían.
Ya cerca de San Gabriel, un jinete que iba de regreso a la capital los confundió con comerciantes. Saludó sin desmontar y les advirtió que ese era un pueblo abandonado.
–Tendrán luz eléctrica, pero ahí no te compran ni un plato de barro. Mejor sigan de largo –advirtió con amargura.
Los jinetes llevaban hambre atrasada. Se les hacía agua la boca de sólo pensar en lo que podrían comer en algún hostal; huasmole, tlaxcales, café endulzado con piloncillo, chileatole.
Se internaron de madrugada en el caserío.
Ya en San Gabriel, notaron que se respiraba la agitación propia de los pueblos en los que nunca ocurre nada hasta que, de pronto, por circunstancias anómalas, se desata la locura. Los campesinos son madrugadores, pero había demasiada gente en las calles para tan temprana hora.
Hombres agitaban machetes mientras se encaminaban rumbo al quiosco. Las mujeres, ocultas tras sus rebozos, permanecían de agazapadas tras las puertas de sus jacales.
Los arrieros le preguntaron a un viejito de huaraches y sombrero qué era lo que estaba pasando.
–Es que ha caído una bruja –dijo el hombre, caminando despacito hacia el alboroto.
En el centro del pueblo, único lugar que estaba iluminado por apenas un par de farolas de luz eléctrica, se habían dado cita decenas de personas. Todos se arremolinaban ahí, expectantes. Hablaban en voz baja. Las campanas de la iglesia comenzaron a repicar.
Jesús Fonseca desmontó y caminó hacia la muchedumbre. Allí, rodeada por la gente del pueblo de San Gabriel, estaba la anciana mujer a la que todos señalaban como “bruja”.
Era una viejecilla macilenta, con el cabello completamente blanco, de tez morena y facciones indígenas. Permanecía tendida en mitad de la calle, enredada entre los cables de energía eléctrica. Un sayo de manta era toda su vestimenta. Brazos y piernas lucían quebrados, los miembros forzados en dolorosas y poco naturales posiciones.
Agonizaba.
En su lengua náhuatl pedía que le dieran agua, mientras los parroquianos, mirando hacia arriba, se preguntaban cómo aquella frágil mujer había podido atorarse en el tendido eléctrico y derribar el poste.
–¿Pues cómo va a ser? ¡Volando, como las brujas! –aventuró a decir alguno; –sólo que no contaba con los cables...
Quienes esto afirmaban, basaban sus suposiciones en la leyenda popular que confería el poder de volar a ciertas mujeres que habían celebrado una especie de pacto con el diablo. Decían que eran capaces de tomar la forma de animales, como gatos y tlacuaches, para poder colarse a las casas a robarse a los niños, o que mediante encantamientos se convertían en bolas de fuego que danzaban entre los cerros.
Jesús y su compadre Carlos habían visto muchas de estas bolas de lumbre durante su peregrinar por la Sierra Norte, pero esto...
La anciana lanzó un quejido de dolor y luego, con sus ojillos negrísimos, dedicó una mirada de súplica a Jesús Fonseca.
–Denle agua. Se está muriendo –ordenó el arriero, con voz firme.
Los demás voltearon a ver al fuereño, recelosos. Vieron su sombrero viejo de charro, su jorongo de lana y su cinturón piteado, de donde colgaba la fornitura en la que dormitaba el revólver justiciero; un calibre .44 que no admitía argumentaciones necias. Le obedecieron.
Después de beber un sorbo, los ojos de la anciana se tornaron blancos. Expiró.
–¿Alguien conoce a esta mujer? –preguntó Jesús. Ninguno de los pobladores respondió.
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Antes del alba, el padre ordenó incinerar el cadáver. Frente a la Iglesia de San Gabriel Arcángel, que todavía estaba en construcción, los lugareños levantaron una gran pira con troncos de ocote tierno.
Hasta ahí llevaron el desmadejado cuerpo de anciana, que ardió en un santiamén entre explosiones azuladas de la crepitante madera verde.
A la mañana siguiente, el párroco tomó un poco de cenizas y un trozo de hueso que había quedado de la coronilla, y como un acto piadoso, lo llevó a sepultar en tierra consagrada, junto a la iglesia.
El huasmole, los tlaxcales y el café que servían en San Gabriel ya no les supo a los arrieros tan bueno como se lo habían imaginado.
Esa misma tarde abandonaron el pueblo. Se fueron montando a prisa, con la amarga sensación de haber presenciado no un fenómeno sobrenatural, sino un terrible accidente, o peor aún, una injusticia provocada por la superstición.
–A saber que pasó en realidad –dijo Jesús.
–Dios la guarde –respondió su compadre Carlos, santiguándose.
* Este texto es una obra literaria de ficción, tomado del libro “Cuentos de terror de la época de la Revolución Mexicana para niños y jóvenes” del escritor Ángel Vega