/ miércoles 28 de octubre de 2020

[Galería] La inundación de 2007 y sus paisajes devastadores

Las imágenes que se podían apreciar a lo largo de la catástrofe, sin duda quedaron grabadas en la mente de quienes la vivieron en carne propia

Vi llover a cántaros durante seis días con sus noches, sin tregua, como nunca antes en toda mi vida. Vi los ríos crecer debido a la apertura de las compuertas, aguas arriba, y escuché a los oficialistas, estatales y federales, desestimar la inminencia del peligro.

Vi a un gobernador mojarse hasta las rodillas frente a las cámaras durante una transmisión en vivo, dramáticamente, la noche previa al desastre, y lo escuché ordenarle a su pueblo que se fuera a dormir con un ojo abierto.

Foto: Archivo | El Heraldo de Tabasco

Vi una auténtica nube de helicópteros de la CFE sobrevolando la ciudad, como aves agoreras, cerca de las 13:00 horas del 31 de octubre. Vi miríadas de vehículos inmóviles, luchando desesperadamente por abandonar la ciudad en una gigantesca caravana de escapatoria, a todo lo largo y ancho de la avenida Ruiz Cortines. Vi al Grijalva reclamar sus viejos cauces, los mismos que fueron tantas veces cegados o cambiados de rumbo desde los tiempos en que la corona española señoreó sobre sus aguas para iniciar el saqueo implacable de las tierras maderables.

Vi un dique de costales rompiéndose en Malecón por la fuerza de la creciente, y lo vi arrastrar a varios hombres y soldados en su violento ingreso a tierra. Vi el agua turbia recorriendo las calles como si se tratara de un gigantesco naufragio urbano, subiendo de nivel con la rapidez de un vaso que se llena hasta el borde. Vi a unos niños jugando fútbol en la calle de Bastar Sasso de la colonia Gaviotas Norte donde viví casi diez años; chapaleaban con el agua a los tobillos, sonriendo inocentemente ante la catástrofe que todavía no veían venir.

Foto: Archivo | El Heraldo de Tabasco

Vi a dos hombres navegando sobre los restos de una cama de madera, echando un canalete también improvisado para avanzar por una calle sumergida bajo dos metros. Vi multitudes que avanzaban con el agua a la cintura, y escuché sus clamores y gritos entre las sirenas de los cuerpos de emergencia. Vi una anciana navegando la calle inundada dentro de una hielera de cerveza Superior, como la resignada pasajera de un extraño barco sin velamen. Vi hombres, mujeres, niños y hasta perros viviendo durante días sobre los techos de sus casas sumergidas, rehusándose a ser rescatados por la Marina.

Vi paredes de casas y bardas encostradas de caracoles de río y otras faunas lacustres. Vi un lagarto de casi un metro tomando el sol sobre el toldo de un auto viejo, frente a mi propia casa; eran las tres de la tarde del dos de noviembre, y tenía las fauces abiertas y un zanate picoteándole el lomo. Vi una lancha de lámina anudada como si fuera una corbata a un poste de CFE debido a la fuerza de la corriente, frente al parque La Mano. Vi murallas de costales pestilentes, de tres metros de altura y decenas de kilómetros de largo, supurando al calor del mediodía.

Desliza para ver más imágenes:

Vi al almirante Achirica, generalísímo de la Flota Naval de la Mar Salobre, mítico Héroe de la Grande Guerra Mundial y Primer Oficial de la Marina Mercante, incólume en medio de un albergue para damnificados que más bien parecía un campamento de refugiados caribeños. Vi toneladas de basura pudriéndose a cielo abierto en una ciudad enmudecida, sobrevolada por chombos nauseabundos, semejante a un gigantesco basurero.

Vi un paisaje devastado con pinceladas de solidaridad de fondo; vi despensas que corrían como ríos, vi cheques de dineros federales pasando de mano en mano, vi mercaderes de la tragedia, embaucadores y agoreros a sueldo. Vi un grupo de niños jugando a hacer castillos con latas de frijol, de atún y de «machichaco», en un albergue extrañamente silencioso y abarrotado. Vi un camión de «Ayuda para nuestros hermanos de Tabasco» repleto de indocumentados hondureños, detenido en un retén de la Policía. Vi una lancha navegando por la avenida Ruiz Cortines, bogando con una serenidad elegante que se mofaba de la sumergida altivez de las agencias automotrices. Vi un centro comercial sumergido, una estación de autobuses, un hospital.

Vi a dos hombres pelearse a golpes por un garrafón de agua en el interior de una tienda de Plaza Olmeca. Vi la desazón y la zozobra tomar la forma del coraje y la valentía, en infinidad de escenas ahora olvidadas y anónimas. Vi un pueblo surgir en medio de las montañas de Chiapas, después de un gran deslave que taponeó el cauce río Grijalva: el cerro colapsado parecía un gigante herido de muerte por una guadaña. Vi un vestido de novia flotando enredado entre el lirio, buscando alcanzar el mar, arrastrado por las aguas del río Carrizal, y su cola parecía la cauda de un cometa enamorado. Vi todo eso, y tal vez te vi a ti en medio de todo aquel vendaval, pero ya no lo recuerdo. Acaso me viste tú también y me sonreíste, aún sin conocerme.

Por eso es preciso escribir todo esto. Para no cederle ni una sola imagen más al olvido.

* Tomado del libro "2007: Tabasco bajo el agua", del escritor Ángel Vega

Vi llover a cántaros durante seis días con sus noches, sin tregua, como nunca antes en toda mi vida. Vi los ríos crecer debido a la apertura de las compuertas, aguas arriba, y escuché a los oficialistas, estatales y federales, desestimar la inminencia del peligro.

Vi a un gobernador mojarse hasta las rodillas frente a las cámaras durante una transmisión en vivo, dramáticamente, la noche previa al desastre, y lo escuché ordenarle a su pueblo que se fuera a dormir con un ojo abierto.

Foto: Archivo | El Heraldo de Tabasco

Vi una auténtica nube de helicópteros de la CFE sobrevolando la ciudad, como aves agoreras, cerca de las 13:00 horas del 31 de octubre. Vi miríadas de vehículos inmóviles, luchando desesperadamente por abandonar la ciudad en una gigantesca caravana de escapatoria, a todo lo largo y ancho de la avenida Ruiz Cortines. Vi al Grijalva reclamar sus viejos cauces, los mismos que fueron tantas veces cegados o cambiados de rumbo desde los tiempos en que la corona española señoreó sobre sus aguas para iniciar el saqueo implacable de las tierras maderables.

Vi un dique de costales rompiéndose en Malecón por la fuerza de la creciente, y lo vi arrastrar a varios hombres y soldados en su violento ingreso a tierra. Vi el agua turbia recorriendo las calles como si se tratara de un gigantesco naufragio urbano, subiendo de nivel con la rapidez de un vaso que se llena hasta el borde. Vi a unos niños jugando fútbol en la calle de Bastar Sasso de la colonia Gaviotas Norte donde viví casi diez años; chapaleaban con el agua a los tobillos, sonriendo inocentemente ante la catástrofe que todavía no veían venir.

Foto: Archivo | El Heraldo de Tabasco

Vi a dos hombres navegando sobre los restos de una cama de madera, echando un canalete también improvisado para avanzar por una calle sumergida bajo dos metros. Vi multitudes que avanzaban con el agua a la cintura, y escuché sus clamores y gritos entre las sirenas de los cuerpos de emergencia. Vi una anciana navegando la calle inundada dentro de una hielera de cerveza Superior, como la resignada pasajera de un extraño barco sin velamen. Vi hombres, mujeres, niños y hasta perros viviendo durante días sobre los techos de sus casas sumergidas, rehusándose a ser rescatados por la Marina.

Vi paredes de casas y bardas encostradas de caracoles de río y otras faunas lacustres. Vi un lagarto de casi un metro tomando el sol sobre el toldo de un auto viejo, frente a mi propia casa; eran las tres de la tarde del dos de noviembre, y tenía las fauces abiertas y un zanate picoteándole el lomo. Vi una lancha de lámina anudada como si fuera una corbata a un poste de CFE debido a la fuerza de la corriente, frente al parque La Mano. Vi murallas de costales pestilentes, de tres metros de altura y decenas de kilómetros de largo, supurando al calor del mediodía.

Desliza para ver más imágenes:

Vi al almirante Achirica, generalísímo de la Flota Naval de la Mar Salobre, mítico Héroe de la Grande Guerra Mundial y Primer Oficial de la Marina Mercante, incólume en medio de un albergue para damnificados que más bien parecía un campamento de refugiados caribeños. Vi toneladas de basura pudriéndose a cielo abierto en una ciudad enmudecida, sobrevolada por chombos nauseabundos, semejante a un gigantesco basurero.

Vi un paisaje devastado con pinceladas de solidaridad de fondo; vi despensas que corrían como ríos, vi cheques de dineros federales pasando de mano en mano, vi mercaderes de la tragedia, embaucadores y agoreros a sueldo. Vi un grupo de niños jugando a hacer castillos con latas de frijol, de atún y de «machichaco», en un albergue extrañamente silencioso y abarrotado. Vi un camión de «Ayuda para nuestros hermanos de Tabasco» repleto de indocumentados hondureños, detenido en un retén de la Policía. Vi una lancha navegando por la avenida Ruiz Cortines, bogando con una serenidad elegante que se mofaba de la sumergida altivez de las agencias automotrices. Vi un centro comercial sumergido, una estación de autobuses, un hospital.

Vi a dos hombres pelearse a golpes por un garrafón de agua en el interior de una tienda de Plaza Olmeca. Vi la desazón y la zozobra tomar la forma del coraje y la valentía, en infinidad de escenas ahora olvidadas y anónimas. Vi un pueblo surgir en medio de las montañas de Chiapas, después de un gran deslave que taponeó el cauce río Grijalva: el cerro colapsado parecía un gigante herido de muerte por una guadaña. Vi un vestido de novia flotando enredado entre el lirio, buscando alcanzar el mar, arrastrado por las aguas del río Carrizal, y su cola parecía la cauda de un cometa enamorado. Vi todo eso, y tal vez te vi a ti en medio de todo aquel vendaval, pero ya no lo recuerdo. Acaso me viste tú también y me sonreíste, aún sin conocerme.

Por eso es preciso escribir todo esto. Para no cederle ni una sola imagen más al olvido.

* Tomado del libro "2007: Tabasco bajo el agua", del escritor Ángel Vega

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