Estoy consciente del lastimoso estado de desesperación en el que te encuentras, pero aun así, deberás perdonar mi total incapacidad para guardar secretos, incluso los tuyos.
De lo contrario, nunca volveré a sentirme satisfecho de haber cumplido mi encomienda, a sabiendas de que cualquier noche de estas cerrarás los ojos y maldecirás mi nombre ante un altar o acodado en la barandilla de un Ministerio Público, mientras te tragas tus propias lágrimas de arrepentimiento.
Ahora que estoy en sus manos, y nunca más en las tuyas, es preciso que hable. Pero ya no lo haré empleando aquella voz de trueno, ungida de autoridad para decidir quién vive o quién se muere; lo haré desde el fondo de una caja etiquetada como “arma homicida”, sometido al ataque de polvos dactilares, bajo el minucioso escrutinio de lupas y microscopios.
Regocíjate. Siente la satisfacción de estar todavía vivo, si es que a ese encierro se le puede llamar vida. El alivio de no ser víctima, sino victimario. El orgullo de no haber sido tan valientemente cobarde como para arrancarte la vida en un momento de abismal terror.
Mira que hay tantos pobres diablos que han terminado colgados de su propia hamaca, o con las entrañas disueltas por beber matamonte.
Y lo mejor: no habitarás nunca en la duda, en las especulaciones, en los crepúsculos. Los viste con tus propios ojos. Y tu mano nunca tembló de miedo, sino, incluso me atrevería a decirlo, de una malsana emoción. Me consta.
Cumplimos cabalmente tu venganza.
Yo, humeando tras la andanada de plomo. Tú, riendo. Ellos, sangrando.
Los hechos; es la noche del jueves 27 de febrero del año 2003. El sitio: algún lugar del selvático y fronterizo municipio de Tenosique. La obsesión: saber de cierto si tu mujer se revuelca con otro, entre las percudidas sábanas de un motel de paso.
Esa noche, y ninguna otra, fue la que el destino te ofreció para comprobarlo. En tu teléfono Nokia, recibes la llamada que estabas esperando desde la tarde.
“Están ahorita en el Motel Las Cabañas Lors”, compa. Pélate en chinga para allá. Seguro los encuentras”, dice la voz.
Sales de aquella cantinucha dando un portazo. Caminas. Cruzas la carretera tranquilamente, como si tu presencia fuese incorpórea para los autos que pasan a toda velocidad mentándote la madre.
Alcanzas a ver una iguana despanzurrada sobre el acotamiento. Abres la portezuela de tu Chevy verde.
Antes de encenderlo, miras tu reflejo en el retrovisor. Eres Carlos. Carlos Alberto, de 39 años. Carlos Alberto Martínez, el obrero que no subió a plataforma, como cada quince días. Carlos, el agraviado.
Miras la guantera del auto, y por alguna razón te viene a la mente la imagen de la iguana hembra, con el triperío de fuera y la huevera reventada, sobre un charco de sangre casi negra.
Manejas a toda velocidad por la carretera Tenosique-Emiliano Zapata. Te parece que los demás vehículos avanzan con una lentitud exasperante. Tomas la desviación a la altura del kilómetro 13, como un presagio funesto de lo que pasaría más adelante.
Poco antes de arribar al “Motel Cabañas Lors”, se apodera de ti una calma desconcertante. Todo ocurre como si no te pasara en realidad a ti, como si se tratara de una película de las que tanto te gustaba mirar en el cine con Lorenza.
Eran otros tiempos.
Ahora está ahí, con otro, y lo único que se interpone entre tú y tu venganza es ese señor que se acerca para preguntarte si quieres rentar un cuarto.
Pero las preguntas, esa noche, no son para ti. Tú quieres respuestas.
El encargado se niega a darte información sobre las parejas que ese viernes de catorcena, como dicen los petroleros, mantiene el motel casi a tope. Mucho menos accede a dejarte pasar.
«Espéreme tantito», le dices al encargado, a modo de sentencia. Vuelves caminando al Chevy, y abres la guantera.
Ahí me encuentras, en mi frío letargo de acero y pólvora.
Vuelves a entrar. No sabes cómo se llama el encargado del Motel, ni te importa. Sólo quieres que te diga dónde están ellos.
Hago mi primera aparición de aquella noche. Un poderoso cañón alargado, Mágnum .44 revólver, pavonado en negro. De acuerdo, un poco gastado por los años y la acción, pero efectivo y mortífero como el día mismo en que me ensamblaron.
Y además, cargado con balas de punta hueca, según habría de establecerlo el médico forense en el acta y en la averiguación previa TQI-081/2003, unas horas después.
Súbitamente, el encargado recuerda que, efectivamente, un hombre y una mujer con la descripción que le diste, llegaron esa misma tarde. Pagaron en efectivo y se encerraron en la habitación número uno.
Siguen ahí. No tienes tiempo que perder.
Bien encañonado, blanco del miedo, el encargado del motel toma el duplicado de las llaves y te conduce hasta el cuarto donde un encuentro sexual se desarrolla.
La puerta se abre de un empujón. Adentro todo está a media luz. Del interior brota un tufo que alcanzas a identificar perfectamente, descomponiéndolo en sus olores primarios: humo de cigarro, aromatizante barato, alcohol.
Y sexo. El olor de dos cuerpos en plena revoltura. Lorenza y Gamaliel.
Al fondo, una cama, de la que saltan dos sombras. Tu esposa y el otro.
El encargado del motel sale corriendo.
Crees escuchar tu nombre: Carlos. No lo hagas, Carlos Alberto, por favor. Una súplica patética y falsa, como las de las telenovelas. Es la voz de ella. Se ha levantado y trata de cubrir su desnudez con una sábana. Alcanzas a ver sus piernas, el pubis de pelambrera crespa, las estrías de sus senos.
Alcanzas a ver su terror desnudo.
Y también el de él, el otro. El otro que ya se acerca para tratar de desarmarte. Te recuerdo que estoy ahí, en tu mano diestra. Lo golpeas sin piedad con el filo de mi cacha, con la boca de mi cañón.
Ella lo abraza para protegerlo.
Enfureces. Amartillas. Un click y un estruendo. Un flash del fuego justiciero que escupo sobre tus víctimas.
No es cierto que todo ocurre en un instante.
Alcanzas a ver cómo de sus pieles brotan flores con pétalos de carne, color carmesí. Cómo se desmadejan sobre la cama. A ella le tocan más tiros. Te ensañas en su vientre. Se abre completamente, dejando ver su contenido.
La imagen de la iguana despanzurrada vuelve a tu mente. Esta hecho. Ambos agonizan.
Me dejas caer, exhausto y humeante, sobre la alfombra del "Cabañas Lors"
Por eso estoy consciente del lastimoso estado de desesperación en el que te encuentras.
Me abandonaste en la escena del crimen. Y aunque huyas, aunque te escondas por siempre, deberás perdonar mi total incapacidad para guardar secretos.
Incluso los tuyos.