Las campanadas de la catedral de la Ciudad de México daban las nueve de la mañana en punto.
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Los lavaderos estaban llenos a tope y el bullicio de la vecindad de la calle de Mesones 119 era un barullo de pláticas a voz en cuello, carcajadas bajo el sol alegre y chismes salpicados de jabón.
En eso, las mujeres vieron cómo la ropa de los tendederos salió volando por los aires, cual si una fuerza invisible la arrancara de su sitio lanzando los trapos en todas direcciones, con furia.
Hubo silencio, pero Celia lo desgarró con la agudeza de un alarido.
La mujer se encontraba tallando los overoles de su marido en el lavadero cuando sintió que la levantaban en vilo. Las sandalias se le salieron de los pies. Se aferró con ambas manos, lo más fuerte que pudo, de la tubería de acero que alimentaba la pileta. Sus piernas se estiraron hasta quedar completamente rectas en el aire, tal y como se vería si la tiraran de los tobillos.
Pero no había nadie ahí que la estuviera jalando.
El resto de las lavanderas, agazapadas detrás de las piletas, miraban la escena sin parpadear, sobrecogidas de espanto.
Impotentes, todas presenciaron como Celia, una joven señora casada con un obrero michoacano y recientemente avecindada en la capital, comenzó a ser arrastrada por algo que no podía verse con los ojos humanos, pero cuya presencia y poder era innegable.
El delgado cuerpo resbalaba sobre las baldosas de piedra mientras su vestido de tela se atoraba cada tanto, rasgándose en las salientes. La mujer gritaba por ayuda, se agitaba, pataleaba tratando de desembarazarse de aquella entidad invisible. Todo era inútil.
Al llegar al zaguán que separaba la vecindad de la calle, justo en donde la puerta forma una cruz, la entidad por fin cedió. El forcejeo se detuvo.
Celia se quedó ahí tirada, en estado de pasmo, hasta que el resto de las ahí presentes se envalentonaron y corrieron por fin a socorrerla.
* * *
Como siempre sucede en estos casos, los chismes y las especulaciones sobre aquel inusual hecho se desataron.
El primero en dudar de la veracidad del acontecimiento, naturalmente, fue Emilio, el marido de la agraviada. Al volver del jornal la encontró en cama, toda amoratada. Los chismes malintencionados decían que “alguien” se la había querido llevar. Un hombre, especulaban algunos. Un espíritu, afirmaban los testigos de primera mano. Pero, ¿cómo iba el marido a creer una u otra versión, entre semejante enredo?
–No te equivoques –le dijo Celia. –Mi honra está intacta. Y la defenderé, junto con tu honor, ya sea de un vivo o de un muerto –aclaró su mujer en cuanto recuperó el habla.
Si bien era verdad que en aquella enorme y vieja vecindad colonial desde siempre circularon algunas historias de fantasmas y aparecidos, no había antecedente de que un fenómeno de tan terrible naturaleza hubiera ocurrido antes.
La casona de la calle de Mesones era una construcción del siglo XVIII erigida por frailes Agustinos; su fachada estaba hecha de piedra Tezontle, los muros de ladrillo y los techos se sostenían por enormes vigas de madera. Tenía dos plantas y estaba conformada por una veintena de departamentos alrededor de un patio central embaldosado; al fondo se ubicaban los lavaderos, los baños y los tendederos, las cuales eran áreas comunes para los habitantes.
Antiguamente, aquella casona ahora convertida en cuartería, había sido un Mesón. Es decir; algo parecido a un hotel en donde pernoctaban los viajeros y comerciantes de paso por la ciudad. Las consejas señalaban que la casona estaba poseída por el espíritu de un hidalgo asesinado en un lance de capa y espada; otras historias referían que ahí se aparecía una monja, y algunas más que la infestaban oscuros duendes prehispánicos. Pero el caso de la señora y el muerto que la acosaba, era algo verdaderamente inusual y sin precedentes.
* * *
Celia apenas se recuperaba del susto y de los moretones y escaldaduras de su primera experiencia sobrenatural, cuando volvió a ser víctima de otro ataque.
Ocurrió al día siguiente de la primera arremetida. Esta vez, cuando las campanadas de Catedral redoblaban en lo que tradicionalmente se concebía como la última hora del día: las ocho de la noche.
Celia servía la cena cuando un silencio antinatural la envolvió.
Acto seguido, la puerta del departamento se abrió de golpe. Parecía que alguien la había pateado violentamente, pero no había nadie ahí. Un viento frío se abrió paso, arrasando el mantel junto con los platos y las ollas de barro que fueron a estrellarse contra el suelo, entre gran estruendo.
Emilio, el esposo de Celia, atestiguó cómo la mesa de madera se volcaba de un tirón, quedando patas arriba.
Celia no soltó el cucharón con el que servía los frijoles y trató de usarlo para defenderse como si fuera una espada, lanzando golpes contra la nada.
Sólo que, «la nada», la tomó esta vez por el brazo derecho, le propinó una sonora cachetada y la agarró con fuerza de los cabellos, para volver a intentar llevársela a rastras.
Los vecinos, alarmados, salieron de sus casas para tratar de ayudar a Celia.
Primero pensaron que era Emilio quien la golpeaba y zarandeaba en el aire. Pero cuando intentaron separarlos, se dieron cuenta que no se trataba de él.
Confirmaron que se enfrentaban a un ser sobrenatural, porque los perros de la vecindad aullaron de un modo siniestro y lastimero durante el episodio.
La fuerza extraña tiraba de Celia para tratar de sacarla de la vecindad, mientras que los vecinos en conjunto intentaban asirla con fuerza para que, lo que sea que fuera aquello, no lograra su cometido.
Luego de unos minutos de locura, la mujer, absolutamente aterrorizada, se desmayó. Emilio no sabía si rezar o maldecir a la entidad, por lo que lanzaba una perorata de improperios mezclados con retazos de padresnuestros y avesmarías.
Al final, marido y vecinos perdieron la batalla. Pero como había ocurrido el día anterior, por alguna extraña razón, la entidad, fantasma o lo que fuera volvió a abandonar el cuerpo desmadejado de la mujer justo bajo el dintel de la entrada, donde la arquitectura forma una cruz infranqueable.
Por una parte, el hecho de que se repitiera el terror, de nueva cuenta frente a testigos, le daba a la mujer la certeza de no estar loca. Adicionalmente, le otorgaba la oportunidad de que su marido no hiciera conjeturas inexactas sobre los moretones y raspaduras que el primer encuentro le había dejado en el cuerpo.
Pasaron varios días.
Los ataques se fueron volviendo cada vez más frecuentes, casi rutinarios. Casi siempre iniciaban con el repicar de las campanas de Catedral, aunque se presentaban a distintas horas del día.
Celia estaba a punto de perder la razón; lucía más delgada que de costumbre, pues era una mujer de talla menudita. Ahora andaba llena de moretones por todas partes, y había dejado de comer y de dormir. Incluso, la cotidianidad de toda aquella vecindad de Mesones se vio trastocada, al punto de que los vecinos se organizaban para dar batalla a aquel ente invisible que quería robarse a la joven señora casada.
Por su parte, la Iglesia católica, al enterarse del hecho, no quiso tomar partido en el asunto. La diócesis argumentó que eran habladurías, y se rehusó enviar a algún padre para hacer frente al ente, o al menos para bendecir la vecindad.
*
La mujer estaba desahuciada. Aquella entidad o lo que fuera, la estaba matando de a poco.
Desesperado, y decepcionado de la religión, el marido de Celia buscó ayuda en el mundo de la magia y lo espiritual. Fue a consultar a una vidente que atendía a sus pacientes en un barrio a las afueras de la ciudad. Después de contarle lo que le ocurría a su mujer, la vidente accedió a auscultarla. No había que tener poderes especiales para determinar que la mujer languidecía.
«Vamos a ver quién es este espíritu chocarrero y por qué se la quiere llevar», dijo la méduim, por lo demás una señora de apariencia bastante común.
Dictó una lista de objetos que necesitaba para realizar un ritual. Pidió que le consiguieran una Cruz de Caravaca, una moneda de un peso de Chihuahua de las que tenían un gorro Frigio impreso en una de las caras, así como una serie de yerbas y bálsamos.
En la vecindad, la médium llevó a cabo un ritual de invocación. Cuando volvió del trance, contó que todo se trataba de un lamentable error.
–¿Cómo que un error? –preguntó Emilio.
–Es un error porque el muerto la confunde con su esposa –dijo la mujer, en su mejor tono lúgubre.
Celia descansaba en su cama, desvalida, deseando que llegara la hora de su muerte antes de que la Catedral tocara campanas una vez más.
De acuerdo con la vidente, se trataba del espíritu de un hombre fallecido apenas un par de meses antes, durante el levantamiento conocido como la Decena Trágica, mediante el que se buscaba derrocar al presidente Madero. El hombre había perdido la vida el 9 de febrero de 1913, cuando volvía a su casa, que quedaba cerca de la vecindad de Mesones. Se vio atrapado entre fuego cruzado de golpistas contra leales, a unas calles de Palacio Nacional. La bala disparada desde un cañón lo despedazó, matándolo tan repentinamente que no tuvo tiempo de darse cuenta de que estaba bien muerto.
«Su fantasma anda deambulando por el mundo igual que lo hizo en vida. Sigue las mismas rutinas; va al trabajo, y vuelve a casa cuando suenan las campanas de Catedral. Pero, tal vez por cierto parecido físico, cree que Celia es su esposa y se la quiere llevar al panteón porque la ve habitando una casa que no es la suya y viviendo con un hombre que no es él. La abandona en bajo el dintel porque en todo portal se forma la cruz de Cristo nuestro salvador» dijo la médium.
–¿Y entonces qué vamos a hacer? –preguntó angustiado el marido de Celia.
–Vamos a mostrarle su tumba, para que se convenza de que él ya no es de este mundo –respondió la intermediaria del Más Allá.
Al día siguiente, prepararon todo para el ritual. La mujer se sentó en una silla, entre la cama donde descansaba Celia y la entrada. Dispuso un sahumerio con hierbas en el centro de la estancia; puso a quemar copal y hierbas. Protegió a la víctima del acoso fantasmal colgándole al cuello la Cruz de Caravaca. En su mano diestra sostenía la moneda con el gorro Frigio en la carátula.
A las seis de la tarde, las campanas de Catedral repicaron.
Todo volvió a sumergirse en el silencio. Los vecinos se amontonaban para asomarse por las rendijas de las ventanas, tratando de husmear con expectación el interior del departamento que ocupaban Celia y su marido.
Igual que las otras veces, alertados por su instinto, los perros de toda la manzana comenzaron a aullar.
Puntual, el espíritu chocarrero llegó armando alboroto. Parecía más molesto que nunca y dispuesto, ahora sí, a llevarse a Celia.
Cuando entró, la entidad se encontró frente a frente con la vidente. Ella, en trance mediúmnico, se colocó la moneda dentro de la boca. Usando la palma de su mano derecha le mostró el camino a la Gloria, y con la izquierda señalando hacia abajo, le reveló su propia tumba.
«Celia no es tu mujer. Y tú ya estás muerto», balbuceó la vidente. Sus dientes chocaban con el metal de la moneda.
A partir de ese momento, cesaron los ataques.
No se sabe si Celia se recuperó satisfactoriamente de aquel trauma. Tampoco se conoce si ella y su marido continuaron viviendo en aquella vecindad.
Lo que sí se sabe, a raíz de aquella inusual experiencia, es que la línea entre la vida y la muerte es muy tenue, y que tanto vivos como muertos pueden equivocarse.