Vivió sin cabeza varios años, durante la época de la Revolución.
Se la cortaron porque el pelotón de fusilamiento se había quedado sin balas, después del estallido de dinamita que consiguió volar el tren y de la escaramuza de rebeldes contra federales escenificada en el pueblo de Yecapixtla, Morelos.
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Pero apenas se la cortaron con un machete al fulano ese, su cuerpo decapitado se levantó como si nada, y fue a sentarse a la sombra de un sauce.
Los revolucionarios, aterrorizados, se santiguaron.
Después de mucho pensarlo, el jefe de la tropa se dio valor y se acercó a comprobar lo que había sucedido con la cabeza. ¿Seguiría con vida, como el cuerpo? Permanecía tirada ahí, con el cabello manchado de su propia sangre revuelta con tierra.
Cauteloso, el rebelde la estuvo picando con un palo. Sólo cuando comprobó que no parpadeaba, se atrevió a examinarla más de cerca.
La cabeza sí que estaba bien muerta, aunque con los ojos abiertos. Muy fijos, como si en el último momento de su vida el condenado hubiera visto de frente lo miserable de su traición en contra de la causa agrarista.
Pero lo increíble era que el cuerpo seguía ahí, vivo, bajo el árbol. Otro hecho extraño era que casi no había sangrado por aquel horrendo tajo en el cuello; sólo unos hilillos de sangre color bermellón mancharon el pecho de su camisola.
Pasado el primer susto, los de la tropa agarraron valor y se fueron acercando. Entre ellos estaba mi abuelo, don Rosendo Hernández, que es quien me contó está historia. Me la refirió muchas veces, desde que yo era un niño, y por eso me la sé casi de memoria...
El cristiano sin cabeza seguía respirando. No había duda, porque su pecho se henchía de aire, como el de cualquier otra persona. De vez en cuando, el descabezado se rascaba una pierna o se espantaba una mosca que zumbaba cerca del espantoso tocón hueco que era su garganta.
Algunos de los revolucionarios, incluso de los más bragados, vomitaron de miedo y de asco al presenciar aquel fenómeno.
Todos en la tropa se preguntaban qué sucedía. ¿Por qué clase de prodigio, sortilegio o maldición, el cuerpo de este sujeto podía seguir vivo sin su cabeza?
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El tal Adalberto Silván, que así se llamaba, había sido sentenciado a muerte, según mi abuelo, tras ser acusado de prenderle fuego a las municiones que los de la Bola transportaban en el último vagón del ferrocarril. Era un traidor, pues. El objetivo del desleal era dejar sin provisión de parque a las dos enormes columnas de hombres armados que avanzaban rumbo a la toma de la ciudad de México por parte de las huestes del general Zapata, las cuales se reunirían con las de Villa en la capital.
No sólo el último vagón voló en pedazos; fue casi la mitad del convoy, junto con la mitad del avituallamiento y la tropa.
Todos habían muerto despedazados; caballos, guerreros, soldaderas y hasta niños pequeños, bebés de brazos.
Los que quedaron estaban terminando de contar los muertos y de recuperar lo que se podía, cuando, una vez debilitados por el traidor, fueron atacados sorpresivamente por un batallón federal que les salió de la nada.
Los desgraciados pelones hicieron estragos, pero ni con toda su fuerza consiguieron doblegar al zorro revolucionario. Al final, fueron vencidos. Y cuando los últimos uniformados escapaban hacia el monte, contaba mi abuelo, el tal Silván fue avistado huyendo a caballo, tratando de darles alcance.
Para su desgracia, el caballo que montaba venía herido de metralla y se acabó de desangrar al cabo de un recorrido de media milla. Al traidor le fue encontrado entre las ropas un cartucho de dinamita y un salvoconducto, con el que evitaría ser muerto o apresado por el ejército de los pelones.
Una vez incriminado por estas pruebas, el general ordenó que se le hiciera juicio sumarísimo y se le ejecutara sin dilación.
–Pero aguas, no los vaya a madrugar él primero a ustedes y acaben bien fríos –advirtió el general a sus hombres.
Lo decía porque, tal vez aquel sujeto fuera un cobarde redomado, pero él solito, sin más ayuda que la de sus malas mañas, había acabado con decenas de revolucionarios, y posiblemente hasta comprometido el triunfo de la causa en una batalla decisiva para el movimiento.
Apenas terminaran de enterrar a los muertitos en un panteón improvisado a un lado de la vía, Silván sería acribillado por lo que quedaba del pelotón de fusilamiento.
Así fue que, al atardecer, lo pusieron de pie frente a un muro de ladrillos de adobe, sin vendarle los ojos ni las manos, y de espaldas a los fusileros, como se hace con los traidores.
De pronto, un jinete salió de la nada para avisar que otro contingente de federales se acercaba para atajar el paso a la segunda columna de la avanzada zapatista. Era preciso unirse a ellos para reforzarlos inmediatamente, pero también para no ser diezmados en el camino ante la precariedad de condiciones en las que se encontraba la tropa.
Entonces, cuando casi se reanudaba la ejecución, un revolucionario sombrerudo que iba vestido con un traje negro de charro, y al que según mi abuelo nadie conocía, advirtió;
–No lo ajusilen. Es un desperdicio, el parque está muy escaso. Este no vale ni el plomo que le van a meter. Además, el tronido de los balazos le va a revelar nuestra posición al resto de los pelones...
Alguno apoyó las palabras de aquel misterioso charro. Se unieron varios. Otro más, un indio cortador de caña de Zacatepec, de inmediato se ofreció a cercenarle la cabeza.
Rápido le acomodaron el cuello al sentenciado sobre un tronco, explicándole que tenía que agarrarse bien fuerte; le hicieron ver que si se movía y el carnicero fallaba, el que iba a sufrir más de lo que se merecía, era él.
Efectivamente, el sentenciado se abrazó al madero y no se movió, paralizado, mirando frente a él, proyectada en el polvo, la sombra del arma y del minúsculo hombre que la blandía.
El machete cortó limpiamente.
Cortó, pero la muerte no quiso llevárselo.
O eso, o la huesuda estaba en su mero minuto de descanso al momento del machetazo. O tal vez, entre tanto muerto que había, Ella se había olvidado de él. O como dijo alguien más entre el batallón, de seguro era un hombre sin espíritu, un auténtico desalmado, y su nombre no estaba escrito en el libro de la vida… ni en el de el Eterno Descanso.
A las seis de la tarde el cuerpo viviente del descabezado seguía ahí, como esperando.
–¿Qué hacemos, mi general? ¿Ahora sí lo ajusilamos? ¿Lo volvemos a matar? –Esto preguntaban los de la tropa. Y el general nomás se rascaba la cabeza, vaya ironía, sin saber qué hacer.
Hasta que dijo;
–Nadie puede ser castigado dos veces por el mismo delito. Nosotros ya hicimos lo nuestro. Le toca a Dios hacer lo suyo.
De pronto, cuando el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, el cuerpo del descabezado se puso de pie. Como si recordara algún pendiente, una especie de ataque de ansiedad lo asaltó de pronto. Comenzó a tocarse los miembros con las manos, en macabro recuento; primero las piernas, los brazos... luego a tantear el abdomen... el pecho... después el cuello… finalmente, al llegar a donde debía tener la cabeza, y al no encontrarla con el tacto, enloqueció.
Estaba asustado, como si cayera en la cuenta de su espantosa situación. La respiración se le agitaba. Pataleó, los dedos de las manos se le engarruñaron. Hizo el ademán de correr, pero se tropezaba y se volvía a levantar agitando los brazos, haciendo aspavientos, tratando de aferrarse a algo, torpe, como un niño que no ha aprendido a caminar todavía, o como lo haría un ciego reciente.
Era, según mi abuelo, un espectáculo grotesco. Sí que debió serlo...
Los soldados, acostumbrados a los horrores de la revuelta, se inquietaron, pero con todo y el alboroto, a prisa tuvieron que terminar de levantar el campamento.
Ahora, sin la protección y velocidad del tren, tendrían que moverse cobijados sólo por el sigilo de la noche para lograr unirse a la avanzada. Y les preocupaba más conservar la propia vida que andar averiguando por qué cosas del destino no hallaba la muerte un traidor decapitado.
Ahí se quedó el descabezado, abandonado a su suerte, que de seguro no era mucha.
Y figúrense ustedes que unos años después, cuando la bola ya se había apaciguado y la Revolución se acabó, mi abuelo se encontró al descabezado una vez más, pero ahora como parte de un espectáculo de carpa que llegó en tren a la Ciudad de México.
Lo anunciaban como “El hombre que no podía usar sombrero”.
Durante su actuación, el cuerpo ejecutaba algunos humillantes “trucos” para demostrar que seguía vivo sin su cabeza, tales como ponerse de pie, caminar, y hasta realizar algunos torpes pasos de baile.
El presentador le daba de beber virtiendo agua directamente en el agujero del cuello, el cual nunca había cicatrizado. Decían que era alimentado de la misma forma.
Se enteró, por boca del presentador del show, que la cabeza del traidor tuvo otro destino: fue quemada por el párroco de Yecapixtla en una hoguera de leña verde de pirul.
Todo esto contaba mi abuelo, el revolucionario.
En su lecho de muerte, durante sus delirios, el viejo recordaba este y otros episodios del sangriento periodo en la historia del México que le tocó vivir.
Pero seguro ninguno era tan extraño como el de El hombre que no podía usar sombrero.
Y ahora se los cuento yo a ustedes, igualito a como lo contaba él…