Imagina lo que es tener que viajar todo el tiempo, de un extremo al otro de este extenso y calamitoso país.
Y no en las mejores condiciones; traslados a deshoras en carreta, a lomo de mula, en la maloliente segunda clase de un viejo tren, como ahora. Piensa por un momento lo extenuantes que pueden llegar a ser las jornadas nocturnas, compartiendo penurias con otros pasajeros cuya mala fortuna, semejante a la tuya, es el único consuelo que tendrás: la certeza de no ser el único desgraciado sobre estas tierras.
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Imagina lo que escucharás durante aquellas travesías; quejas y más quejas acerca de las incomodidades naturales y los peligros inherentes al desplazamiento; charlas insulsas e interminables, anécdotas domésticas, andanadas de chismes políticos.
Sobre todo eso; que si la Revolución esto, que si el ingenuo Madero acá, que si el tirano Díaz por allá.
Los miedos de todos, reconcentrados: la cosa está que arde, el caos impera, este país es una locura, concluye alguien, cualquier desconocido. A estas alturas y con tanto fuego cruzado, es una suerte que todavía no nos hayan matado los rebeldes ni fusilado los federales, añade otro, con el que conversa el anónimo.
Intentas dormir, pero aquel hombre, tu compañero de asiento, comienza su propia charla al aire. Como si no le hablara a nadie, práctica más que común, necesaria en el transporte público. Aunque sabes que se dirige a ti mientras su mirada se pierde a través de la ventanilla del vagón, sondeando la oscuridad.
Desconoces si te ha atrapado el sueño, pero casi puedes ver aquello que el viajante describe con las palabras como si te dictara puntualmente las imágenes de una extraña pesadilla;
Que a su más reciente paso por Guanajuato, atravesando a pie uno de aquellos caminos polvorientos, a medianoche, se topó con otro viajero solitario que avanzaba en dirección opuesta a él. Iba envuelto en su jorongo, de tal forma que no se alcanzaban a distinguir sus facciones, ni tampoco el movimiento de sus pies al caminar. Y que cuando hubo estado frente a frente, aquel viajero se detuvo. Le preguntó la hora. Sacó su reloj de leontina, no de plata de Taxco, sino una imitación, pero aun así temeroso de ser despojado violentamente por el extraño. “Son las once horas y pasados tres cuatros”… respondió. Entonces, súbitamente, el viajero lanza al viento un grito terrible, lastimero, como el de todas las ánimas penitentes: ¡A las doce tengo que estar en Roma!
Y salió volando, como el alma en pena que era, hasta perderse en la quietud del cielo estrellado.
Que hace muchos años, un pariente le contó que en una cantina de un pueblo perdido en la serranía de Michoacán estaba bebiendo un forastero vestido de charro. El sujeto era un verdadero as de la baraja y del cubilete. Por alguna razón incomprensible, todos los parroquianos parecían felices de perder su escaso jornal a costa de este siniestro personaje.
Como a su pariente nunca le gustaron los juegos de azar, pero sí la bebida, mejor prefirió irse a la barra a alcoholizarse en solitario. Más tarde, relataba, el charro lo fue a buscar hasta su lugar para entablar con él una extraña conversación. Se presentó; yo soy el Diablo, le dijo sin ambages, a lo que el otro respondió riendo burlonamente. Ah, ¿no me crees? preguntó el charro, ofendido. No te creo, respondió el pariente. Pues entonces, cuando salgas de aquí rumbo a tu casa y pases por el puente de piedra, te vas a acordar de mí.
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El pariente terminó su botella de charanda y agarró camino rumbo a su rancho. Iba tan borracho que ya ni siquiera recordaba de las palabras del charro. Pero al llegar al puente de piedra, sí que se acordó. ¿Y eso qué? Será buen taúr, pero no significa que en realidad sea el Diablo, pensó el pariente. Siguió caminando. A la mitad del puente, vio que del otro lado lo aguardaba echado un burro blanco, junto al cabezal. Titubeó, pero ya era tarde para regresarse. Al llegar al final del puente, el burro habló; ¿Ya ves cómo sí soy el Diablo?
Que en una ocasión, viajando a caballo desde la blanca Mérida a la isla del Carmen, Campeche, él y sus compañeros se toparon varias veces con pequeños seres semejantes a niños peludos que los seguían a corta distancia, entre la espesa vegetación. Los ojillos les brillaban como si tuvieran brazas encendidas en lugar de pupilas. Se reían y emitían extraños sonidos semejantes a mujidos.
Arrojaban piedrecillas y se burlaban cuando alguna de ellas hacía blanco en la cabeza de algún ranchero. Decían que eran los Niyo’s, duendes de la ancestral tradición maya. Eran inofensivos, a menos que se les devolviera el ataque; entonces se volvían fieras terribles que arrancaban a mordidas los miembros de sus víctimas.
Que la visión más terrible que ha contemplado en camino alguno, fue la experimentada durante una noche de su juventud, en que venía de regreso de una excursión, bajando del cerro de Chalma, tan apresuradamente que por accidente rompió una de las “estatuas” que se encuentran desperdigadas por todo el camino sagrado.
Ya se sabe lo que la tradición señala; que dichas formaciones rocosas, las cuales adoptan curiosas formas humanoides, son en realidad personas convertidas en piedra por haber cometido alguna clase de sacrilegio de camino al templo.
A raíz del accidente, la “estatua”, que semejaba a una mujer, había perdido su cabeza, o al menos algo que se le parecía. Pateó con desprecio el pedazo de roca, para ocultarlo a un lado del camino. Más cuando comenzó a bajar, notó que algo venía rodando detrás de él; era una verdadera cabeza de mujer. Rodaba y rebotaba y hacía gestos de dolor con cada tumbo, sacaba la lengua, y su cabello largo se enredaba por aquí y por allá, pero no se detenía y continuaba cuesta abajo, tratando de alcanzarlo.
«Imagina lo que es tener que viajar todo el tiempo», dijo el hombre con la mirada perdida más allá de la ventana del tren, al terminar sus divagaciones. Sólo le respondió el silencio.
«¿No será que ya estamos muertos? ¿No será que ya nos morimos?», preguntó entonces a la nada.
Pero tú crees que sólo te has quedado dormido.
«Ahora, imagina lo que será convertirse en uno de esos fantasmas de los caminos», piensas antes de sumergirte completamente, tú también, en la negrura de un sueño inquieto.
Tomado del libro: Cuentos de terror de la época de la Revolución, de Ángel Vega