Ya es común observar en algunas colonias de Villahermosa a pequeños grupos de personas, sobre todo este fin de semana, departir fuera de sus casas, con bebidas en mano, como cualquier fin de semana anterior a la emergencia. Obviamente todos sin cubre boca para permitir el sorbo constante.
Señoras de edad que van a comprar a la frutería de la esquina o a una abarrotera sin cubre boca a pesar de que estuvieron resguardadas casi tres meses. Y aunque es obligatorio su uso en cualquier negocio, la atendieron y regresó a casa como cualquier día antes de la epidemia.
En esta etapa tan delicada de transición hacia la nueva normalidad, más que nunca se vuelve imprescindible ser responsable y cumplir las medidas sanitarias.
Pueden ser los menos quienes por alguna razón de idiosincrasia omiten seguir los lineamientos, pero representan un foco potencial de contagio.
También es cierto que en los supermercados, en las sucursales bancarias, en las farmacias y en distintos negocios donde hay que formarse para poder ingresar, prácticamente todos llevan sus mascarillas y suelen guardar su distancia. Es algo que tenemos que volver cotidiano y con lo cual debemos vivir hasta nuevo aviso.
Por necesidad económica de la mitad de la población del país, que no tiene un ingreso seguro y vive al día como suele decirse, se hace necesaria la vuelta a las actividades, así sea de forma escalonada y en medio del pico mayor de contagio.
La gente no puede aguantar indefinidamente en el confinamiento. No es tampoco aconsejable desde el punto de vista mental. La tolerancia social se ha desgastado.
Hay voces como la del Nobel de Química en 2013, Michael Levitt, quien considera negativo el aislamiento estricto y se requiere no prolongarlo más, pues si bien puede salvar vidas en el corto plazo, el daño económico cobrará otras más.
Incluso, refiere que el número de personas fallecidas en cada país por millón de habitantes a causa del Covid-19, no supera –en algunos casos- las de un año de una “mala temporada de gripa” que es de 400 muertes por millón. Suena insensible, pero son las estadísticas.
Si tomamos en cuenta el número de muertes por Covid-19 en países como Italia, Francia, España y Reino Unido, ubicados en la parte baja de sus curvas epidémicas, el promedio de muertes por cada millón de habitantes es de 573, 447, 583 y 636, respectivamente.
Alemania podría parecer un caso de éxito con 108 muertes a causa del Covid-19 por cada millón de habitantes, pero el especialista español, Jesús Sánchez Martos, señala que allí no se clasifican como decesos por el virus a quienes lo contrajeron y tenían un padecimiento crónico previo.
Estados Unidos, con sus 117 mil fallecimientos a la fecha por coronavirus, promedia 356 por cada millón de habitantes. En el caso de México, aún está en el pico máximo de la epidemia. Pero si nos vamos a estimaciones del subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, que podría llegarse a los 35 mil decesos hasta bajar la actual curva, eso representaría 278 muertes por cada millón de mexicanos.
Ante la frialdad de las cifras, está en todos intentar que ya no crezcan más, pues la pérdida de una vida conlleva el sufrimiento familiar cuando hay un contagio y es mayor ante un desenlace fatal.
Frente a la previsible reapertura de actividades, la responsabilidad individual se podrá convertir por sí misma en corresponsabilidad y es lo único que, ante la falta de un tratamiento efectivo y de una vacuna, puede llevarnos al tiempo en que una u otra estén disponibles.
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