/ viernes 5 de julio de 2024

Artilugios | Un novelista en el museo Del Prado, de Manuel Mujica Láinez.

Al final de su vida, Mujica Láinez pasó buena parte de su tiempo en el Museo del Prado, en Madrid. A este lugar le dedica una de sus últimas obras. Un novelista en el Museo del Prado (1983). Cuenta la leyenda que para realizarlo, Mujica Láinez pidió lo dejasen estar todas las noches en el Prado durante algunos meses. Su natural creativo, exquisito pudo terminar doce cuentos donde la obra de otros artistas le daba motivos para ir creando otra que no puede estar separada. Ambas obras, la pinacoteca y la literaria deberían conocerse juntas porque todos y cada uno de los asombrosos textos nos llevan a volver a ver los maravillosos cuadros. Del mismo modo, cerraré este trabajo con otra muestra de la frase de Alfonso Mateo Sagasta, el nacimiento de un monstruo predice, augura cambios en los tiempos. Además, vuelvo a la consigna, Los monstruos de Mujica Láinez no se hacen, nacen.

¿Recuerdan el Coloso, el cuadro de Francisco de Goya? En él, un gigante pasa por entre una población que huye despavorida ante las pisadas del gigante. La metáfora es increíblemente curiosa, el pueblo español huyendo de la guerra contra los franceses, esa guerra que tuvo su mejor cronista gráfico en Goya. ¿De dónde viene el gigante? Esa parte del cuadro es la que nosotros debemos suplir con nuestra imaginación. Viene de algún lado, camina haciendo lo que hacen los gigantes en los cuentos - ¡otra vez los cuentos! – comiendo, aplastando, pasando por la vida de los pequeños desinteresadamente, no importándole gran cosa. Goya impone, dentro de su enorme imaginario, esta hipótesis donde los poderosos pasan así sobre los que no son de su tamaño. La idea no puede ser más contundente. Vamos a dejar aquí a Goya.

Mujica Láinez hace salir del cuadro al Coloso llevándolo por todas las galerías del Prado, haciéndolo arbitrario jalonador de tranquilidades, interfiriendo en las vidas permanentes, horizontales, pacíficas de los otros habitantes del Museo. Lo llama “una alegoría del pánico” (Un novelista en el Museo del Prado, pag. 339). No lo detiene nada. Arrastra, huracán de colores, contra todo lo que se interpone en su paso. A veces, contra lo que simplemente está. Pero el Coloso no sólo pasa por sobre sus convecinos, sino que se lanza precisamente sobre la obra de su creador. El Coloso, según va narrando el autor, se lanza sobre el banquete de Carlos III, contra el cuadro del aquelarre, del mismo modo contra el Sueño de Salomón de Luca Giordano y el cuadro de Velázquez, Los borrachos.

Valdría, creo, hacer algunas acotaciones sobre este relato. En él, volviendo al encuentro de dos textos, no podemos menos que encontrar similitudes con Frankenstein. En ambos textos, la criatura, el monstruo creado, se sale de control, eliminando a su autor. En este sencillo cuento, apenas tres páginas, el Coloso irrumpe contra los cuadros de Goya causando estropicio. Los Borrachos de Velázquez, el doctor del embudo en la cabeza de un célebre cuadro del Bosco y el san Jorge de Rubens ponen fin al ánimo destructor de la criatura que se ha salido del cuadro de Goya, castrándolo. San Jorge lo atonta, los borrachos lo inmovilizan y el médico del embudo lo castra. Cuando recupera el sentido, el monstruo tiene una voz tipluda que hace reír a quienes antes lo temían. El ridículo se impone a la monstruosidad. Ganaron los borrachos, sus secuaces y todos finalizaron con la carrera destructora del monstruo. Pueden decirse muchas cosas, pero la realidad es que el hombre, el autor triunfa sobre los esbozos de la monstruosería.

Finalizo este texto donde quise rememorar y reflexionar sobre los monstruos que no son fabricados, los más temibles porque son nacidos, echados al mundo. Mucho hay de siniestro en el Pinocho de Collodi no en el de Disney. Mucho hay de escalofriante en el centro de la Tierra Media, plena de orcos retrasados mentales y jinetes feroces. Mucho tememos cuando nadie nos describe en las novelas de Shelley y Stevenson cómo son creadas las criaturas; sin embargo, aparecen. Los autómatas de Hoffman, los elfos de una foto circundando a unas niñas, también forman parte de este conjunto atroz.

Los cuentos de Mujica Láinez, aunque participan de todas estas cualidades, ofrecen el complemento de lo maravilloso, de lo macabro o de lo angelical. Sus monstruos nacen a un mundo atroz, más lleno de mentira, desgracia y vileza que ellos mismos. Son víctimas del entorno, desdichados ante sus dos lados del espejo, al menos es lo que se espera de ellos. Orsini, Melusina, el monstruo de la casa abandonada, el lobisón, el payaso y el tapir, el vampiro, el coloso del cuadro de Goya, todos ellos caminan entre críticas y malas artes por parte de todos los otros personajes que ambulan junto a ellos como niños molestando al niño genio de la clase. Un día el niño genio se levanta, grita fuerte, da dos o tres golpes y se convierte en el villano del cuento. Monstruos de rostros imperfectos pero siempre al cuidado de los otros, protegiendo a quienes los han humillado humillándolos con su afecto verdadero. Dualidades donde los monstruos son unos, pero practican el silencio los otros. Dualidades en las que se aumentan los defectos pero no vemos los propios. Y lo más curioso, cuando volteamos a ver nuestro espejo, encontramos el mismo rostro, pero con diferente actitud.

Mujica Láinez describe soledades de monstruos y monstruos acompañados, monstruos que son víctimas y monstruos victimarios. En las páginas de este autor redundan lo real, lo maravilloso, lo feroz, lo ingenuo, la bondad y la maldad amalgamados todos en una olla de donde se extrae un fervoroso caldo de monstruo mismo que comemos gratamente sin ver el ambiente canibalesco que adquiere este convivio.

En resumen, pese a ser un libro mucho menos ambicioso que las grandes obras de Mujica, Un novelista en el Museo del Prado es un más que digno colofón a la obra de unos de los mejores contadores de historias de la literatura argentina de los últimos tiempos. En los relatos que lo componen, plagados de imaginación e ironía, volvemos a encontrar sus ya conocidas señas de identidad (lenguaje rico y extremadamente cuidado, detalladas descripciones, amor por la belleza y las artes, fino humor e ironía) y esto será más que suficiente para que quienes hemos disfrutado de obras como Bomarzo, El Laberinto, lo encontremos perfectamente recomendable.

Al final de su vida, Mujica Láinez pasó buena parte de su tiempo en el Museo del Prado, en Madrid. A este lugar le dedica una de sus últimas obras. Un novelista en el Museo del Prado (1983). Cuenta la leyenda que para realizarlo, Mujica Láinez pidió lo dejasen estar todas las noches en el Prado durante algunos meses. Su natural creativo, exquisito pudo terminar doce cuentos donde la obra de otros artistas le daba motivos para ir creando otra que no puede estar separada. Ambas obras, la pinacoteca y la literaria deberían conocerse juntas porque todos y cada uno de los asombrosos textos nos llevan a volver a ver los maravillosos cuadros. Del mismo modo, cerraré este trabajo con otra muestra de la frase de Alfonso Mateo Sagasta, el nacimiento de un monstruo predice, augura cambios en los tiempos. Además, vuelvo a la consigna, Los monstruos de Mujica Láinez no se hacen, nacen.

¿Recuerdan el Coloso, el cuadro de Francisco de Goya? En él, un gigante pasa por entre una población que huye despavorida ante las pisadas del gigante. La metáfora es increíblemente curiosa, el pueblo español huyendo de la guerra contra los franceses, esa guerra que tuvo su mejor cronista gráfico en Goya. ¿De dónde viene el gigante? Esa parte del cuadro es la que nosotros debemos suplir con nuestra imaginación. Viene de algún lado, camina haciendo lo que hacen los gigantes en los cuentos - ¡otra vez los cuentos! – comiendo, aplastando, pasando por la vida de los pequeños desinteresadamente, no importándole gran cosa. Goya impone, dentro de su enorme imaginario, esta hipótesis donde los poderosos pasan así sobre los que no son de su tamaño. La idea no puede ser más contundente. Vamos a dejar aquí a Goya.

Mujica Láinez hace salir del cuadro al Coloso llevándolo por todas las galerías del Prado, haciéndolo arbitrario jalonador de tranquilidades, interfiriendo en las vidas permanentes, horizontales, pacíficas de los otros habitantes del Museo. Lo llama “una alegoría del pánico” (Un novelista en el Museo del Prado, pag. 339). No lo detiene nada. Arrastra, huracán de colores, contra todo lo que se interpone en su paso. A veces, contra lo que simplemente está. Pero el Coloso no sólo pasa por sobre sus convecinos, sino que se lanza precisamente sobre la obra de su creador. El Coloso, según va narrando el autor, se lanza sobre el banquete de Carlos III, contra el cuadro del aquelarre, del mismo modo contra el Sueño de Salomón de Luca Giordano y el cuadro de Velázquez, Los borrachos.

Valdría, creo, hacer algunas acotaciones sobre este relato. En él, volviendo al encuentro de dos textos, no podemos menos que encontrar similitudes con Frankenstein. En ambos textos, la criatura, el monstruo creado, se sale de control, eliminando a su autor. En este sencillo cuento, apenas tres páginas, el Coloso irrumpe contra los cuadros de Goya causando estropicio. Los Borrachos de Velázquez, el doctor del embudo en la cabeza de un célebre cuadro del Bosco y el san Jorge de Rubens ponen fin al ánimo destructor de la criatura que se ha salido del cuadro de Goya, castrándolo. San Jorge lo atonta, los borrachos lo inmovilizan y el médico del embudo lo castra. Cuando recupera el sentido, el monstruo tiene una voz tipluda que hace reír a quienes antes lo temían. El ridículo se impone a la monstruosidad. Ganaron los borrachos, sus secuaces y todos finalizaron con la carrera destructora del monstruo. Pueden decirse muchas cosas, pero la realidad es que el hombre, el autor triunfa sobre los esbozos de la monstruosería.

Finalizo este texto donde quise rememorar y reflexionar sobre los monstruos que no son fabricados, los más temibles porque son nacidos, echados al mundo. Mucho hay de siniestro en el Pinocho de Collodi no en el de Disney. Mucho hay de escalofriante en el centro de la Tierra Media, plena de orcos retrasados mentales y jinetes feroces. Mucho tememos cuando nadie nos describe en las novelas de Shelley y Stevenson cómo son creadas las criaturas; sin embargo, aparecen. Los autómatas de Hoffman, los elfos de una foto circundando a unas niñas, también forman parte de este conjunto atroz.

Los cuentos de Mujica Láinez, aunque participan de todas estas cualidades, ofrecen el complemento de lo maravilloso, de lo macabro o de lo angelical. Sus monstruos nacen a un mundo atroz, más lleno de mentira, desgracia y vileza que ellos mismos. Son víctimas del entorno, desdichados ante sus dos lados del espejo, al menos es lo que se espera de ellos. Orsini, Melusina, el monstruo de la casa abandonada, el lobisón, el payaso y el tapir, el vampiro, el coloso del cuadro de Goya, todos ellos caminan entre críticas y malas artes por parte de todos los otros personajes que ambulan junto a ellos como niños molestando al niño genio de la clase. Un día el niño genio se levanta, grita fuerte, da dos o tres golpes y se convierte en el villano del cuento. Monstruos de rostros imperfectos pero siempre al cuidado de los otros, protegiendo a quienes los han humillado humillándolos con su afecto verdadero. Dualidades donde los monstruos son unos, pero practican el silencio los otros. Dualidades en las que se aumentan los defectos pero no vemos los propios. Y lo más curioso, cuando volteamos a ver nuestro espejo, encontramos el mismo rostro, pero con diferente actitud.

Mujica Láinez describe soledades de monstruos y monstruos acompañados, monstruos que son víctimas y monstruos victimarios. En las páginas de este autor redundan lo real, lo maravilloso, lo feroz, lo ingenuo, la bondad y la maldad amalgamados todos en una olla de donde se extrae un fervoroso caldo de monstruo mismo que comemos gratamente sin ver el ambiente canibalesco que adquiere este convivio.

En resumen, pese a ser un libro mucho menos ambicioso que las grandes obras de Mujica, Un novelista en el Museo del Prado es un más que digno colofón a la obra de unos de los mejores contadores de historias de la literatura argentina de los últimos tiempos. En los relatos que lo componen, plagados de imaginación e ironía, volvemos a encontrar sus ya conocidas señas de identidad (lenguaje rico y extremadamente cuidado, detalladas descripciones, amor por la belleza y las artes, fino humor e ironía) y esto será más que suficiente para que quienes hemos disfrutado de obras como Bomarzo, El Laberinto, lo encontremos perfectamente recomendable.