Espero que quienes escriben libros de cocina, la moda actual en nuestro mundo, tengan la delicadeza de titularlos como Dios manda. Es decir, no son libros de cocina. Son recetarios. Un libro de cocina es el que reflexiona sobre esta actividad que hasta los años ochenta era propia de la buena ama de casa. No tenía glamur. Era cosa de fritanga, aceite, poner agua a hervir o hacer, de repente, un postrecillo. O dulces regionales.
Un día apareció la postmodernidad y nos legó la cocina de autor o la cocina elegante y delicada. De eso, entre otros, tuvo mucha culpa Remy, esa rata metida a cocinero que hizo las delicias, aun no entiendo por qué, de una generación completa. Las cocineras se volvieron chefs y se volvió incluso un modelo de existencia. Qué hermoso fue. Todos quieren cocinar altos platillos de la cocina internacional, ojo que no universal que es un despropósito. Los chefs se hicieron de una fama de exquisitos, sutiles, increíbles, y si vieran de la cintura para abajo veríamos que las chanclas modernas, llamados crods reafirman la comodidad del que cocina. La que cocina.
Todos quieren darnos a conocer las recetas de familia. ¿Todos tenemos una receta de familia, exclusiva de nuestra familia? No lo sé. La mía no. En la casa de ustedes, dice la gentileza, al menos no. Mi madre cocinaba con tanteo (una pizca de esto, otra de esto otro, una cucharadita de agua, una medida de arroz) nunca con una receta así a la mano. De repente se veía cocinar a Chepina Peralta y era una emoción muy agradable porque la señora tenía un ángel que los subsecuentes chefs no tenían. No tienen muchos, aclaro, para no generalizar a la manera de Mujica Laínez. Sin embargo, lo que los chefs ganaron en prestigio, perdieron en empatía. Se cocina así porque sí. Y pobre del que no siga las reglas. Es como el nolli me tangere del chef.
Hace poco hablé de un libro de Julian Barnes, El perfeccionista en la cocina, donde el escritor metido a chef exponía razones por las que debía, no quería en muchos casos, meterse a la cocina. Las cocinas, me dije un día que entré a las del Gran café de la Parroquia, que ese era su nombre real, allá en la lejana Veracruz, son sitios infernales, calurosos, delicuescentes, incómodos. Para iniciar, no hay donde sentarse. Corría el chef, el cocinero, perdón, de un lado para otro mientras sus ayudantes los pinches (no los pinches ayudantes) picaban, deshacían, desacomodaban, emergían con el cucharón y el jefe de cocina probaba, lamía, degustaba, sinrazonaba lo que le iban poniendo bajo sus bigotes. Y el cocinero opinaba, descalificaba, imponía, destruía y enviaba a unos a volver a hacerlo o a otros a seguir con la elaboración.
El cocinero más famoso de la Literatura se llama Long John Silver, ese delicioso y malditamente traidor de La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. Jefe de los piratas, encantador para atraer gente a su bando, sanguinario y lisuriento cuando se trata de increpar a sus oponentes, también tiene a su cargo alimentar a la tripulación. El grumete Jim Hawkins lo admira y lo adora. Es el ejemplo masculino en su mundo tras las faldas de su madre. Y es precisamente Jim quien descubre el juego perverso del cocinero.
Es más cuando J.M. Barrie describe al terrible capitán Garfio, dice de él que hasta el cocinero le teme. Este cocinero famoso es Silver, villano de otra novela. A diferencia del enemigo de Peter Pan, Silver tiene motivos muy terrenales y una labia que hechiza a sus víctimas. Y no lo persigue ninguna bestia para comerle tal o cual mano.
Y para muestra un botón. Un libro de cocina muy famoso, este sí, porque lo escribe un verdadero gourmand que es el término correcto, no el de gourmet que se utiliza para definir al de mesa y bebida exquisitas. El libro en cuestión se llama Contra los gourmets y lo escribe Manuel Vázquez Montalbán, el autor español creador del detective Pepe Carvalho, un gourmand exquisito. En el libro, aparte de una serie de reseñas sobre banquetes famosos, el autor describe porqué no es importante la elaboración sino la mesa. Comparto la opinión. Qué me importa si le pusiste uno o dos ingredientes de más. Si se escanció vino tinto o blanco al soltar el hervor, si se hizo un agregado de trufa o la carne de cerdo se envolvió con un delicado bramante de repostería. Quiero ver el resultado en la mesa. Ahí es donde reside el triunfo de la cocina. No en la elaboración. La comida entra por los ojos. Al llegar al estómago sabemos que se dio con la entereza de probar o reprobar el alimento.
Vázquez Montalbán habla de ese momento bíblico en que Abraham, al disponerse a comer, recibe a tres invitados inesperados.
Abraham, quien estaba sentado a la entrada de su tienda en el calor del día, mira hacia arriba y de repente se da cuenta de que hay tres hombres parados cerca de allí; parece sorprendido al verlos. Debido a quiénes eran estos tres hombres, es posible que hubieran aparecido allí de la nada; o simplemente Abraham no se había dado cuenta de que estaban allí hasta que se acercaron lo suficiente.
Este pasaje nos indica que estos hombres eran realmente Dios, en una forma humana temporal, y dos ángeles (Génesis 18:1). Este tipo de apariencia física de Dios se conoce como teofanía. En realidad, no está claro si Abraham entendió de inmediato que uno de estos hombres era el Señor o simplemente los consideró simplemente como a tres extraños. De cualquier modo, Abraham corrió hacia ellos y se postró en la tierra, una señal que mostraba un gran respeto, especialmente viniendo de un hombre tan rico e importante. Quienquiera que pensara que eran estos hombres, Abraham sabía que su responsabilidad era saludarlos afectuosamente y ser hospitalario con ellos.
Además de becerro, Abraham les ofreció cuajada y leche, y estuvo atento a servirles mientras ellos comían debajo de un árbol.
Atender, ser anfitrión es la máxima demostración de amistad, de cariño por alguien. No solo es ofrecer, es ofrecer de buen modo. No como el banquete al final de Tito Andrónico de Shakespeare donde el protagonista, vestido como cocinero, da a comer a la madre a sus hijos, servidos en un plato delicadamente aderezado.
Dice Marco, el tío del emperador romano, igualmente culpable de la desgracia de Tito.
MARCO: Emperador de Roma; sobrino; esto debe discutirse con calma. El banquete está dispuesto. Tito lo ha preparado cuidadosamente, por la paz, la amistad, la unión y el bien de Roma. Por favor, acercaos y tomad asiento.
La ironía reside precisamente en eso. Tito no quiere la paz, ni la amistad, ni la unión o el bien de Roma. Antes remarca con qué fueron aderezados los hijos de Tamora y se los sirve así, con esa misma dicha con que hubiera servido un huevo frito. Él mismo dice qué hizo de los hijos de la cruel Tamora.
TITO: Aquí están, aquí están los dos, cocidos en las empanadas. Su madre se ha cebado comiendo la carne que ella misma engendró.
En la novela de Manuel Mujica Laínez, El unicornio, el marido celoso da de comer a su esposa el corazón del amante. La dama lo come para decir que no ha comido platillo más delicioso y por lo mismo no comerá otro nunca más y se lanza por la ventana de la torre más alta del castillo.
Como verá el lector, la cocina da para mucho más que reunir recetas en voluminosos tomos y llamarlos pomposamente libros de cocina. Recetarios, creo sería lo más adecuado.
Pero como yo solo soy quien engulle y no acomoda, es decir soy gourmand y no chef, aquí la dejaremos y ya después hablaremos de quienes se creen escritores/as por juntar medidas o cantidades y hervir agua, que a eso se reduce el “arte” del chef.