/ viernes 2 de agosto de 2024

Artilugios / La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante

En este libro Cabrera Infante resuelve una historia novelesca a la manera de la crónica. Qué momento tan ideal para cualquier lector. Disfraza el cubano su adolescencia tras la forma de una crónica en la que un adolescente, el maduro Cabrera Infante, cuenta su historia. La del despertar a la sexualidad, la de encontrarse con el otro… perdón, la otra.

Muchas mujeres pasan por sus deseos, por su libido, por su estro. Así, lo que pasa entre el escritor y sus lectores no es más que la vida en aras de la destreza. Destreza con la que nos sorprende el narrador. Cabrera Infante encuentra entre los conventillos o patios de vecindad de La Habana los ásperos caminos del despertar a la sexualidad.

La gran novela sobre Cuba y La Habana, la llaman. Éste es mi recuerdo inaugural de La Habana, ir subiendo unas escaleras con escalones de mármol, dice el autor. Recordamos de inmediato a la madalena de Proust o a los poemas de Borges. Su producción comienza así, en el primer recuerdo. A medio camino entre la autobiografía y la ficción, en La Habana para un Infante difunto un joven escritor recuerda su niñez y adolescencia en Cuba, desde su nacimiento en Oriente, Jibara, hasta su despertar sexual y sus vivencias en la ciudad de La Habana en la década de los cincuenta, antes del inicio de la etapa castrista.

En esta novela magistral, la nostalgia por la ciudad perdida se combina con un erotismo libérrimo y las marcas características de la literatura de Cabrera Infante, que lo consagraron como uno de los principales creadores en español del siglo XX. El dominio del lenguaje propio de un prestidigitador, la prosa exuberante, el ritmo musical y un deslumbrante sentido del humor.

Ningún escritor moderno de nuestra lengua, con la excepción tal vez del inventor de Macondo, ha sido capaz de crear una mitología citadina de tanta fuerza y color.

Mario Vargas Llosa ha dicho de él, Su talento verbal es extraordinario, tanto de viva voz como por escrito, aunque esto último lo sepa cualquiera que haya leído sus libros. Su carácter risueño, pese a que el peso del exilio sobrevolaba un poco siempre en su acogedora casa de Gloucester Road, de una generosidad digna del mayor agradecimiento.

Javier Marías dice, Guillermo convierte la capital cubana en un ámbito literario de realidad perenne, en una crónica minuciosa de la que fue hace medio siglo, que no envejece ni envejecerá.

Juan Goytisolo agrega, Su obra es una fortuna anchurosa y eterna. Uno la puede tocar y disfrutar todos los días. Con ella se puede ser mejor persona, cubrirse del frío y calmar la sed.

Pero ¿qué tiene este libro que se diferencia de otros? Quizá esa nostalgia del joven vista desde la madurez, de los tiempos en que se vivía en Cuba, sin temor, sin penas, sin esa desdichada alocución que desdeña los sentimientos. Los recuerdos no son precisamente los mejores. La casa donde viven los Cabrera es un cuarto apenas. Es un cuarto donde abajo hay un patio donde los vecinos conviven, lavan ropa, sudan, trabajan, beben.

En una entrevista en el programa A fondo de TVE, cuenta cómo detienen a sus padres, los encarcelan, excluidos en el solar, como le dicen en La Habana al conjunto de viviendas, cuartos más bien. Es muy triste lo que cuenta el autor. Sus largos párrafos en los que disuelve la nostalgia. Descubre el joven Cabrera Infante la ciudad como un espasmo. Espasmo proveniente del asombro y del orgasmo. En su pueblo, Jibara, no había automóviles, en la ciudad sobraban.

El espasmo lo llevará a realizar los propios apenas descubre los encantos del amor. Una de sus anécdotas más jocosas es la del nombre de Cuba. Al arribar Cristóbal Colón a la isla preguntó a los nativos qué lugar era ese. Los nativos gritaron ¡Kubanacán! ¡Kubanacán! Esto se llama Cuba, hacia acá, respondió el almirante con esa fanfarronería que los italianos legaron a los españoles. Cabrera Infante dice que en jíbaro la frase quiere decir No te entiendo. Lo mismo dicen de Yucatán, en boca del conquistador Francisco de Montejo.

Los recuerdos de Cabrera Infante son un platillo a veces indigesto. Cuenta, cuenta, cuenta. La vocación aparece en el bachillerato, dice el mismo autor. Si podemos parangonar su estilo, podríamos hacerlo con ese libro igualmente delicioso titulado Un oficio del siglo XX donde con su seudónimo era Caín, Cabrera Infante. Convirtió sus palabras en una obsesión con el lenguaje. De hecho, el libro que nos ocupa es un garbanzo de a libra, una joya dentro del idioma. La Habana para un infante difunto glosa igualmente la composición de Maurice Ravel Pavana para una infanta difunta, obra que evoca la digna elegancia de una recepción en la corte real de España, así como el grácil movimiento de una infanta en los pasos de una pavana, una danza lenta procesional que gozó de gran popularidad entre el siglo XVI y el siglo XVII.

La alusión a estas referencias antiguas no significa que Ravel quisiera homenajear a alguna princesa histórica en particular, sino más bien expresar un entusiasmo nostálgico por la moda y la sensibilidad española que el autor compartía con muchos de sus contemporáneos (sobre todo Debussy, Séverac o el propio Albéniz) y que manifestó en otras obras, tales como la Rapsodia española y el Bolero.

Ravel dedicó la Pavana a su patrona, la princesa de Polignac, y probablemente interpretaría la obra en la casa de la princesa en varias ocasiones. El pianista español Ricardo Viñes ofreció el estreno público en 1902. La pavana fue calurosamente acogida por el público, pero recibió reseñas más críticas de los músicos seguidores de Ravel. Incluso, el mismo Ravel la consideró de una “forma harto pobre” e influida excesivamente por la música de Chabrier. Después de este breviario musical, donde los autores demostramos una vasta erudición, vuelvo al texto de Cabrera Infante.

Cabrera Infante parodia en título y retoma la experiencia de su juventud, de la clásica historia adolescente. Más de 500 páginas es lo que el lector apreciará dentro de la vida de los patios de vivienda, de esas mujeres que, hartas de calor, buscan desafiar a esa sociedad que, plena de viejos, encuentra en la juventud el desahogo sexual que viola los convencionalismos.

El erotismo aliterante, la paronomasia de los sentidos y la constante comicidad -el autor se declara un comediante paralizado por el miedo escénico- parecen ser las marcas de fábrica de La Habana Para un Infante Difunto, además de la busca nostálgica de una ciudad perdida. De lo perdido lo encontrado, pareciera ser la moraleja de este texto me atrevería a llamar imprescindible para cualquier lector. No dejen de leerla.