Recordaré al lector ese texto increíblemente erótico titulado El retablo del conde Eros, de Eliseo Alberto, donde incide el autor en recordarnos, a cada capítulo, que los personajes están desnudos, que todos los ven hacer el amor, que los ven jadeantes o jacarandosos bailar o coger. Quizá por recordarla y buscar entre el tráfago de libros que hay en la casa tuya, artilugista que me lees, con este texto de Alfonso Morales publicado en Luna córnea en su edición del año 1 y que me doy en parafrasear porque su posición así como la de sus modelos resulta mucho muy atractiva.
Cito pues a Alfonso Morales quien escribe que secretas siguen siendo las razones que le asistieron al señor Juan Crisóstomo Méndez Ávalos, las que hoy todavía gobiernan la voluntad de sus decenas de imágenes fotográficas dedicadas al cuerpo femenino, a la porfiada dilatación de algunas de sus partes.
Nobles partes se diría en la época de su realización –años veinte y treinta, en la Puebla de los Ángeles— para referirse a tales confines, todos esos senos y torsos, todas esas anudadas extremidades de mujeres ya seguramente desaparecidas, para siempre desalojadas de las presencias que se dejaron arrebatar con regateos o le confiaron sin tapujos a una máquina indiscreta.
Las dúctiles sombras que fueron el privado deleite del católico Méndez, ahora en posesión de Ava Vargas y recientemente sacadas a la luz pública por el autor Guillermo Samperio, siguen en la paz de su arcón, cuchicheando para sí, corriendo en el río revuelto de deseos a saber si cumplidos o insatisfechos.
¿Quiénes son esas mujeres que accedieron al desnudamiento y al velo, que portaron el disfraz y compusieron la escena sobre mesas rústicas, camas comunes y tapetes del diario? ¿Qué seducción o compromiso las tiene ahí, expuestas, condescendientes actrices de este teatro de los rincones, frente al ignorado telón que componen libros, tapices y almanaques?
Con un poco de muy mala voluntad, podríamos comparar —malamente, claro— estas fotos con las que tomó casi treinta años antes el escritor Lewis Carroll de niñas que él vestía o desvestía sin ningún pudor. Ni el de las niñas que confiaban en él totalmente.
Sigo en la lectura de Morales, la educada letra manuscrita de Méndez, asimismo administrador de bienes y cobrador, ha guardado la memoria de algunos nombres en los sobres que envuelven a los negativos estereoscópicos; pistas que podrían conducir a directorios y domicilios, y podrían traer de vuelta el dato sorpresivo de alguna buena señora, probada en la devoción del rezo, también metida por gusto a este ambiguo festín de “voyeurismos”, bajas liviandades y altos diletantismos.
Al respecto ya ha especulado Guillermo Samperio, fascinado por los datos a medias que enriquecen los enigmas de este archivo, el pubis de alguien que se llama Delia González, cultora de la opereta en el Gran Hotel; nombres de extranjera resonancia como la tal Carmen Strabeau; María Luisa Ruiz, artista de quién sabe qué arte, quien en el año de 1926 le entrega a Méndez su desnudez total. Nombres simples, ciertos apellidos, claves que contendrán la procedencia de las modelos, el margen de maniobra dentro de sus retratos.
Está claro que entre ellas pudo haber no pocas amigas, gente conocida y vuelta cómplice de las audacias en este juego de espejos que pudo vivirse, en ocasiones, como provocativa ceremonia. Es evidente que otras poses, otros portes, delatan el oficio, o al menos la costumbre, de distenderse sin ropa frente a los ojos ajenos. En estas últimas mujeres no hay reserva alguna, campean sobre terreno conocido las boquitas de corazón, bien plantadas salen a recibir el sol en balcones, patios traseros y terrazas. Se adivina en ellas el arrojo de las tandas y del cine mudo; mal no les iría la pianola, el resobado diván nouveau. Ya instalados en este lugar común, con la conveniente mezcla de desliz y moraleja, tendríamos entonces que seguir a Méndez hasta las puertas de la casa de citas para verlo surtir de material su clandestina orfebrería.
Sigue diciendo Morales, en esta hipótesis folletinesca las alegres damas tendrían su reposo, los tiempos que podrían brindarle a la cámara. Este hombre que convence o paga las querrá poseer de otra forma como verlas rodar sobre cobijas, andar sobre el borde de las fuentes, trepar sobre los muebles, fingir la siesta.
Este hombre — y ese sí es un dato que proveen las propias imágenes del archivo— a veces no viene solo, lo acompañan hombres de su misma clase y compostura, dueños del mismo modelo de sombreros de carrete, también curiosos, con semejante excitación en la mirada.
El archivo Méndez no se deja reducir a la mera “fisgonería”, se resiste como puede a ser un picante acopio de desnudeces, de visitaciones a zonas prohibidas que pudieran ser la base de algún buen negocio. El fin de esos safaris fotográficos que organiza el club de mirones de Méndez, esos paseos que llevan a las ninfas a las riveras del río, que las enredan a los troncos de los árboles y las hacen correr como gacelas en las veredas del monte, no parece querer rebasar los límites de una afición y un gusto retroalimentados entre unos cuantos iniciados.
Méndez tiene en sus estantes libros que versan sobre pintores de renombre, cuadros con escenas de piedad y martirio, cristos y dolorosas; tienen réplicas de esculturas, pedrerías, textiles y bibelots. Y en esa misma inercia, como lo prueban los álbumes históricos que se compusieron con sus vistas y los premios y reconocimientos que con ellas llegó a ganar, tiene pretensiones de artista, de hombre educado para comprender los acertijos de la belleza.
Con los datos que se alcanzan a filtrar a través de los escenarios y las decoraciones, los apretados lugares donde transcurren las sesiones, como bien explica Morales, se puede armar otra hipótesis, ésta con sabor de ajenjo y mortecina luz de bohemia, donde el lugar que pudo ser de Federico Gamboa lo ocupe ahora Efrén Rebolledo con todo el catálogo de su Caro Victrix.
Así tendríamos en el aparentemente sobrio señor Méndez, amable contertulio del club que se reúne en el local de la American Photo Supplay, a un títere de las musas, un hombre preso de la sexualidad y de sus inmorales mandatos, un hombre a fin de cuentas triste.
No ha de ser para tanto, protestan desde otro rincón las otras imágenes del archivo, más bien arraigadas al gusto mediano y popular del período marcado por el bataclán, secuelas de aquellas postales que la compañía industrial fotográfica hizo a costa de las divas rubicundas del teatro de revista, un desfile de disloques y guacamoleos que apenas salga de la revista Frivolidades se instalará para mayor satisfacción de las antepasadas calenturas nacionales, en la revista Vea.
¿Cuál es entonces la temperatura de la cámara que dispara el señor Méndez? ¿Cuál el acuerdo que sube a sus modelos a las mesas, que las hace tornar sobre sí y de repente aquietarse? Los tanteos que le ocupan caen como resultados en un territorio incierto, contradictorio. Sólo emergen con fuerza cuando responden al impulso de sus obsesiones, cuando tienen que ver con la acumulación y la reiteración de los mismos motivos, cuando ciñen el encuadre a detalles que abstraen porque objetivan.
Méndez gana si directo y crudo y viviseccionante. Pierde cuando se deja vencer por el fardo del arte, el prestigio que dispensan y al que obligan las obras del museo-institutriz de los antiguos clasicismos y los inveterados romanticismos, aquel que va por el mundo prodigando lecciones de armonía y regalando Lladró. Cuando Méndez, agrega Morales, y su club recorren estas galerías parecería que sus féminas hubieran accedido al hurto de sus formas no por las seducciones y contrataciones de esos varones de la cámara, sino por la incitación y convocatoria de un orden previo y superior de arquetipos; pareciera que tanto ellas en su desnudez y ellos en su curiosidad han escuchado la voz y sentido los soplos del espíritu artístico.
Y pareciera que, en razón de esa voz confusa, por los bandazos fallidos de esos soplos, es que se ha autorizado la llegada, hasta los rincones de esa recatada Puebla, la Puebla de las monjas emparedadas y otras leyendas coloniales, el pedido medio magullado de máscaras de Venecia y aromas de Bizancio, de fantasías de todavía más alejados orientes, de aquél sueño de una galante cortesana que se rinde al tacto sabio de algún casanova.
Pero, aunque en las alturas respondan a estos guiños pueblerinos el mismo Rubens o el grande Miguel Ángel, aquí abajo, con las migajas de esa misma luz, da comienzo la fotonovela rosa subido, rueda con magnífico pretexto la manzana pornográfica sin que nadie se atreva a darle la primera mordida. De todas formas, a fin de cuentas, ellos caballeros respetables al entrar y las otras todavía damas al salir, con Dios y la cámara por testigo, se ha dado cumplimiento al pacto: unos cuantos minutos de paciente desvergüenza a cambio de la inmortalidad de las odaliscas.
Hoy la Vestal, ayer simplemente Conchita.
Dobles de por sí por ser estereoscópicos, los desnudos de Méndez se abren además a las secuencias, en ellas se desglosan los momentos de los que se compuso la cita, ahí queda el registro de los pasos tímidos o desenfocados que trajeron a las mujeres del exterior de las calles al espacio acotado de improvisados o imaginarios escenarios. Cada sesión es un ejercicio que puede fallar y quedarse con los primeros escarceos, y en él cuentan para su triunfo la disponibilidad o resistencia de la modelo, el encantamiento que dosifica y construye el hombre de la cámara, y el acompasamiento que se consigue entre el que mira y la que se deja contemplar.
La caja de la cámara es la verdadera casa de citas, el único teatro por llenar. Entre uno y otro acomodo, de repente el dictado de una idea, la ocurrencia de unas telas como mortajas, las lunas del ropero, las macetas del corredor. Entre uno y otro acomodo la rutina de los decúbitos, la paja de bañistas y majas, su anónimo retozar. Entre uno y otro acomodo, sin embargo, la aparición de un contraluz que siluetea a un par de mujeres en la puerta, la composición sin adornos de partes liberadas de su resto, sueltas, autónomas, exhibiendo hombros, espaldas, tobillos, pies, muchos pies, en ellos el resumen final de un apasionado fetichismo.
En las crónicas de desvestimientos que algunas de sus secuencias recogen y en los cerrados encuadres que le dicta su pulsión fetichista, está el Méndez más moderno, el que está más cerca de nosotros y más lejos de las naftalinas de los anticuarios. Este Méndez es el que se deja empujar por la mirilla de su aparato, el que entendió que las cerraduras además de resguardar los secretos afilan la vista, la pervierten, la purifican.
Este Crisóstomo Méndez, nacido y muerto en Puebla, es el que, con las retinas en las rendijas de algún hotel, vio aquella habitación desnuda, y en ella una cama de latón, un mundo sin nada para agentes viajeros, rápidos placeres mercenarios y largas toses agónicas, un mundo ciego que nos mira desde el ojo frío de aquella mujer que oculta el rostro y se atrinchera en sí misma.
Morales, Alfonso, Livianos y diletantes, Luna córnea, Num, 4, 1994.