/ viernes 26 de julio de 2024

Artilugios / EL PERFECCIONISTA EN LA COCINA, de Julian Barnes.

Mucho he leído al autor que nos ocupa. Julian Barnes es de esos autores que se leen lento, pero con una delicia que resulta deslumbrante.

El libro que comento ahora es El perfeccionista en la cocina, pleno de secretos culinarios y delicias del paladar que leyéndolo se le hace a uno agua la boca. Por ejemplo, antes de entrar en materia, seguramente el artilugista que me lee conocerá la leyenda de Hércules. Pero una de las menos conocidas. Me refiero a la muerte de su maestro Lino. Lino tenía grandes expectativas para aquel jovenzuelo alto y fornido, de maneras bruscas y lento aprendizaje. Pues bien, una mañana, Lino decidió que era hora de que su pupilo, aparte de la lira, la poesía y el componer poemas, tuviera una cercanía con los libros. para esto, puso delante del alumno una mesa colmada de libros.

La leyenda no cuenta quiénes eran los autores ahí reunidos. Lo que sí es que el mocetón, el que iba a ser el hombre más fuerte del mundo, vio con poco interés la pila de libros y comenzó a seleccionar, a tirarlos por encima del hombro, a ser displicente con aquel cúmulo de conocimientos que Lino puso a su disposición. De repente, encontró un libro de cocina, ahí mezclado entre los otros. Pasaba las láminas del libro con delectación ecuánime. Hércules se relamía la boca viendo los manjares dibujados en el libro. Este libro es formidable. Es lo mejor que he visto. Este me gusta. Poco es decir los improperios que el maestro profirió a su discípulo, lerdo y tonto. Hércules no aguantó la ira del maestro y, tomando la cítara, estrelló el instrumento en la cabeza del mentor. Lino murió en el acto. El jovencito entonces vio lo que su mal carácter había hecho y trató de ayudarlo a revivir. En vano.

Leer pues a Julian Barnes con su perfeccionismo, porque el perfeccionista es él mismo. Barnes nos cuenta sus andanzas por la elaboración de alimentos. Aunque no es lo único que hace el perfeccionista. Cocina para “la mujer que”, es decir, “para la mujer a quien cocina”. Barnes camina por el muchas veces quisquilloso sendero de las recetas de cocina. Una de sus mejores insidias es la eterna pregunta, ¿Cuándo encuentras una receta que dice “Una pizca de sal”, cuánto debes agregar? ¿Cuánto es una pizca?

Barnes lleva el entuerto hasta solicitar a la editorial del libro la inclusión de las manos del cocinero/a. Y es lógico.

Esa es la medida, ya que el cocinero la pone así.

Una de las más graciosas historias de su servidor al dar clases fue cuando quise explicar a mis alumnos qué era la vocación. Muchos alumnos adujeron que su vocación era la medicina, la abogacía, la ingeniería o alguna de las consagradas materias de siempre. Hubo uno, sin embargo, que dijo que su vocación era ser chef, así como se llenan la boca ahora quienes elaboran más o menos bien un platillo en la serie de programas de televisión. La vocación, quise decirle para que comprendiera el despropósito, se trae desde siempre. Iba a decirle es intrínseca a tu esencia, pero no crei me entendiera. Al insistir el alumno en su vocación, le pregunté si le pedía a Santa Claus o los Santos Reyes una estufita, una olla, una sartén, aun de juguete. Azorado contestó que no. Ya ves, le dije. La vocación es eso. Es ser lo que no puedes abandonar. La serie de televisión donde estrellas de la farándula se ponen a cocinar, no es más que un albur mal dirigido. O digerido.

Barnes salta estos escollos con gallardía. Se asume como un cocinero tardío. Su escenario son los percances más que los logros. Mi madre lo decía. Nadie cocina un platillo igual. Cada uno tiene un sabor diferente. Añade el perfeccionista que los que valen enseñan. Modifica, por supuesto la frase, Los que saben cocinan, los que no friegan. En esa pequeña dualidad podría yo encerrar todo el libro. Y no. Los artículos que el perfeccionista va ofreciéndonos recurren siempre a la preocupación más alta del cocinero. Lo que rodea la cocina. Habla en otro punto de los alimentos que no volvería a cocinar o comer. Entre ellos la anguila. Una vez tuvo que quitarle la piel a una, hervirla, cocinarla, emplatarla, con ese verbo tan absurdo de los programas esos de televisión y servirla. Parece ser que la experiencia entre sus comensales fue exitosa. La conclusión de este segmento es que ahora ya puedo, dice el perfeccionista, quedarme en una isla desierta solo con una anguila, unas pinzas para despellejarla y una puerta firme de donde colgarla.

La otra cuestión es la posesión de libros de cocina. ¿Cuántos tiene el artilugista que me lee en su cocina? Si responde Demasiados, está dentro de los cánones del perfeccionista. Claro, también puede responder Sólo los necesarios, porque entonces sí no está calificado/a para cocinar. Ojo, el perfeccionista nunca habla de la alta cocina, aunque tiene un apartado para ella. Y para la cocina rápida. Ambas formas de comer tienen un lugar especifico en la intemperancia del sustento.

Seguramente el lector no recuerda esa película cómica titulada ¿Quién está matando a los grandes chefs? (1978, Ted Kotcheff). En ella los cocineros más grandes del mundo son seleccionados por Robert Morley, un experto en cocina y gastronomía y juez inapelable de ranking de los cocineros, quien debe dilucidar el asesinato de algunos de los más grandes chefs del viejo continente.

La película es de una comicidad muy inglesa, a veces sosa, a veces simpática, siempre insípida. Pero vemos que, desde esa fecha temible, ya se hablaba de los grandes chefs y de sus especialidades.

El perfeccionista en la cocina no es un libro de cocina. Es la sátira de ellos. Aunque de entre los libros de cocina que prefiere el autor está el de Mrs. Beeton. Esta mujer enseña ese increíblemente difícil arte de doblar las servilletas en forma de cisne o sombrero napoleónico que aun encontramos en algunas fiestas aquí en esta tierra tropical. Cita otros autores el perfeccionista. Elizabeth David o Jane Grigson, quien pondera los alimentos olvidados como la col negra que cultivaba Thomas Jefferson y que el chef Caréme señalaba como un platillo exquisito.

¿Nota el lector cuál es la intención del perfeccionista? Traslapa la cocina, que otros ya refieren como un excelso arte, a su justa medida. No es más que saber cuándo sacas el pavo del horno. O el orden en que metes las legumbres en la olla del puchero. Lo demás es autobombo.

La anécdota de la ardilla que el perfeccionista quiere cocinar para vengar en un sacrificio culinario los desmanes de la especie es verdaderamente atractiva, y ya con esto termino. El perfeccionista encarga una ardilla. El abarrotero le dice que si la quiere descuartizada o entera. Al preguntarle el perfeccionista cuál es la diferencia el abarrotero le dice, Es que entera sí parece ardilla.

El perfeccionista se apresura a decirle que descuartizada. Grande es su sorpresa cuando abre el paquete y le mandan la ardilla entera. Es decir, en la forma de una ardilla. Imagino el rostro, la expresión del perfeccionista ante el roedor, muerto ya sí, pero aun con la sonrisa de la venganza en sus ojos negros, redondos. Así pasa cuando en ese programa tan referido, en sus versiones latinoamericanas, los ponen a cocinar cuy, un ratón pelado que mucho se parece a la ardilla.

Lean este libro porque así puede quitárseles esa abominable idea de ser cocineros. Los chefs son unos señores gorditos más parecidos a Gusteau, el chef mentor de la rata Remy en la cinta de Disnet, Ratatouille (2007, Brad Bird).

Mucho he leído al autor que nos ocupa. Julian Barnes es de esos autores que se leen lento, pero con una delicia que resulta deslumbrante.

El libro que comento ahora es El perfeccionista en la cocina, pleno de secretos culinarios y delicias del paladar que leyéndolo se le hace a uno agua la boca. Por ejemplo, antes de entrar en materia, seguramente el artilugista que me lee conocerá la leyenda de Hércules. Pero una de las menos conocidas. Me refiero a la muerte de su maestro Lino. Lino tenía grandes expectativas para aquel jovenzuelo alto y fornido, de maneras bruscas y lento aprendizaje. Pues bien, una mañana, Lino decidió que era hora de que su pupilo, aparte de la lira, la poesía y el componer poemas, tuviera una cercanía con los libros. para esto, puso delante del alumno una mesa colmada de libros.

La leyenda no cuenta quiénes eran los autores ahí reunidos. Lo que sí es que el mocetón, el que iba a ser el hombre más fuerte del mundo, vio con poco interés la pila de libros y comenzó a seleccionar, a tirarlos por encima del hombro, a ser displicente con aquel cúmulo de conocimientos que Lino puso a su disposición. De repente, encontró un libro de cocina, ahí mezclado entre los otros. Pasaba las láminas del libro con delectación ecuánime. Hércules se relamía la boca viendo los manjares dibujados en el libro. Este libro es formidable. Es lo mejor que he visto. Este me gusta. Poco es decir los improperios que el maestro profirió a su discípulo, lerdo y tonto. Hércules no aguantó la ira del maestro y, tomando la cítara, estrelló el instrumento en la cabeza del mentor. Lino murió en el acto. El jovencito entonces vio lo que su mal carácter había hecho y trató de ayudarlo a revivir. En vano.

Leer pues a Julian Barnes con su perfeccionismo, porque el perfeccionista es él mismo. Barnes nos cuenta sus andanzas por la elaboración de alimentos. Aunque no es lo único que hace el perfeccionista. Cocina para “la mujer que”, es decir, “para la mujer a quien cocina”. Barnes camina por el muchas veces quisquilloso sendero de las recetas de cocina. Una de sus mejores insidias es la eterna pregunta, ¿Cuándo encuentras una receta que dice “Una pizca de sal”, cuánto debes agregar? ¿Cuánto es una pizca?

Barnes lleva el entuerto hasta solicitar a la editorial del libro la inclusión de las manos del cocinero/a. Y es lógico.

Esa es la medida, ya que el cocinero la pone así.

Una de las más graciosas historias de su servidor al dar clases fue cuando quise explicar a mis alumnos qué era la vocación. Muchos alumnos adujeron que su vocación era la medicina, la abogacía, la ingeniería o alguna de las consagradas materias de siempre. Hubo uno, sin embargo, que dijo que su vocación era ser chef, así como se llenan la boca ahora quienes elaboran más o menos bien un platillo en la serie de programas de televisión. La vocación, quise decirle para que comprendiera el despropósito, se trae desde siempre. Iba a decirle es intrínseca a tu esencia, pero no crei me entendiera. Al insistir el alumno en su vocación, le pregunté si le pedía a Santa Claus o los Santos Reyes una estufita, una olla, una sartén, aun de juguete. Azorado contestó que no. Ya ves, le dije. La vocación es eso. Es ser lo que no puedes abandonar. La serie de televisión donde estrellas de la farándula se ponen a cocinar, no es más que un albur mal dirigido. O digerido.

Barnes salta estos escollos con gallardía. Se asume como un cocinero tardío. Su escenario son los percances más que los logros. Mi madre lo decía. Nadie cocina un platillo igual. Cada uno tiene un sabor diferente. Añade el perfeccionista que los que valen enseñan. Modifica, por supuesto la frase, Los que saben cocinan, los que no friegan. En esa pequeña dualidad podría yo encerrar todo el libro. Y no. Los artículos que el perfeccionista va ofreciéndonos recurren siempre a la preocupación más alta del cocinero. Lo que rodea la cocina. Habla en otro punto de los alimentos que no volvería a cocinar o comer. Entre ellos la anguila. Una vez tuvo que quitarle la piel a una, hervirla, cocinarla, emplatarla, con ese verbo tan absurdo de los programas esos de televisión y servirla. Parece ser que la experiencia entre sus comensales fue exitosa. La conclusión de este segmento es que ahora ya puedo, dice el perfeccionista, quedarme en una isla desierta solo con una anguila, unas pinzas para despellejarla y una puerta firme de donde colgarla.

La otra cuestión es la posesión de libros de cocina. ¿Cuántos tiene el artilugista que me lee en su cocina? Si responde Demasiados, está dentro de los cánones del perfeccionista. Claro, también puede responder Sólo los necesarios, porque entonces sí no está calificado/a para cocinar. Ojo, el perfeccionista nunca habla de la alta cocina, aunque tiene un apartado para ella. Y para la cocina rápida. Ambas formas de comer tienen un lugar especifico en la intemperancia del sustento.

Seguramente el lector no recuerda esa película cómica titulada ¿Quién está matando a los grandes chefs? (1978, Ted Kotcheff). En ella los cocineros más grandes del mundo son seleccionados por Robert Morley, un experto en cocina y gastronomía y juez inapelable de ranking de los cocineros, quien debe dilucidar el asesinato de algunos de los más grandes chefs del viejo continente.

La película es de una comicidad muy inglesa, a veces sosa, a veces simpática, siempre insípida. Pero vemos que, desde esa fecha temible, ya se hablaba de los grandes chefs y de sus especialidades.

El perfeccionista en la cocina no es un libro de cocina. Es la sátira de ellos. Aunque de entre los libros de cocina que prefiere el autor está el de Mrs. Beeton. Esta mujer enseña ese increíblemente difícil arte de doblar las servilletas en forma de cisne o sombrero napoleónico que aun encontramos en algunas fiestas aquí en esta tierra tropical. Cita otros autores el perfeccionista. Elizabeth David o Jane Grigson, quien pondera los alimentos olvidados como la col negra que cultivaba Thomas Jefferson y que el chef Caréme señalaba como un platillo exquisito.

¿Nota el lector cuál es la intención del perfeccionista? Traslapa la cocina, que otros ya refieren como un excelso arte, a su justa medida. No es más que saber cuándo sacas el pavo del horno. O el orden en que metes las legumbres en la olla del puchero. Lo demás es autobombo.

La anécdota de la ardilla que el perfeccionista quiere cocinar para vengar en un sacrificio culinario los desmanes de la especie es verdaderamente atractiva, y ya con esto termino. El perfeccionista encarga una ardilla. El abarrotero le dice que si la quiere descuartizada o entera. Al preguntarle el perfeccionista cuál es la diferencia el abarrotero le dice, Es que entera sí parece ardilla.

El perfeccionista se apresura a decirle que descuartizada. Grande es su sorpresa cuando abre el paquete y le mandan la ardilla entera. Es decir, en la forma de una ardilla. Imagino el rostro, la expresión del perfeccionista ante el roedor, muerto ya sí, pero aun con la sonrisa de la venganza en sus ojos negros, redondos. Así pasa cuando en ese programa tan referido, en sus versiones latinoamericanas, los ponen a cocinar cuy, un ratón pelado que mucho se parece a la ardilla.

Lean este libro porque así puede quitárseles esa abominable idea de ser cocineros. Los chefs son unos señores gorditos más parecidos a Gusteau, el chef mentor de la rata Remy en la cinta de Disnet, Ratatouille (2007, Brad Bird).