/ martes 25 de junio de 2024

Artilugios | El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati.

Confieso que no conocía a este narrador. Lo encontré en una de esas librerías de viejo que se anuncian en redes sociales.

Ahí lo vi en esa colección que forjó una editorial alrededor de la biblioteca de Jorge Luis Borges que realmente es un destello de historias, poemas, análisis y delicias como nunca se pudo encontrar. Dejo por aquí algunos datos de este autor.

Nació en 1906 y falleció en 1974 en medio de una familia acomodada. Su padre era profesor de derecho internacional en la universidad de Pavía y su madre, Alba Mantovani, de origen veneciano, era hermana del escritor Dino Mantovani. Su nombre verdadero era Dino Buzzati Traverso, y era el segundo de cuatro hermanos.

Desde muy joven manifestó las que iban a ser las aficiones de toda su vida pues escribía, dibujaba, estudiaba violín y piano, además de la pasión por la montaña a la que dedicó su primera novela, Bárnabo de las montañas (1933).

A instancias de su familia —especialmente su padre— emprendió los estudios de derecho, pero en 1928, antes de licenciarse, empezó a trabajar de aprendiz en el Corriere della Sera, el periódico en el que colaboró durante toda su vida.

El éxito obtenido con su primera novela, la ya citada Bárnabo de las montañas, no se repitió con la siguiente El secreto del Bosque Viejo (1935), que fue acogida con indiferencia. Leí El desierto de los tártaros que según su biografía fue su obra más conocida e importante. Fue escrita en 1940 y vertida con posterioridad a diversas lenguas. Su atmósfera, para muchos críticos es definidamente kafkiana. Posteriormente, J. M. Coetzee, un escritor también muy influenciado por Kafka, retomará la idea en Esperando a los bárbaros.

En 1976 el director Valerio Zurlini estrenó una versión cinematográfica de la novela.

Ahora bien, muchas veces me han preguntado si hubo descendientes literarios de Kafka. Este es uno de ellos, aparte de los mencionados más arriba.

Buzzati presenta un héroe de esos que Kafka magnifica, aunque después aterriza. El militar Giovanni Drogo va feliz a su encomienda en la fortaleza Bastiani. Ahí se encuentra a sus superiores, a sus subalternos, que vigilan con detenimiento. ¿Qué vigilan? Vigilan ese desierto por donde podrían atacar los tártaros, nombre que se aplica a los pueblos turcos de Europa Oriental y Siberia. El nombre deriva de Ta-ta o Dada, una tribu mongol que habitaba el noroeste de la actual Mongolia en el siglo V. Originariamente se llamaba tártaros a los pueblos que dominaron partes de Asia y Europa bajo el liderazgo mongol en el siglo XIII.

El uso de este nombre se extendió después para incluir a casi cualquier invasor nómada de origen asiático, tanto de Mongolia como del occidente de Asia. Pues bien, esta amenaza está ahí, latente. El autor convoca a una serie de soldados, militares que custodian, sin saber bien porqué, la fortaleza. Creo, sé que no me equivoco, que este dato lo toma George R.R. Martin para definir a los guardianes de ese lugar alejado de los siete reinos en su serie Canción de fuego y hielo. El desierto ahí está, ominoso, lejos y cercano de toda civilización. El enemigo cruzará el desierto y atacará la ciudad detrás de la fortaleza.

Drogo se siente en n ambiente del que desea salir, lo más pronto posible. Incluso acude al reglamente para pedir su traslado. El comandante Matti le dice que tendrá que aguardar al menos cuatro meses, en ese lapso podrá mostrar un documento médico que le permita regresar a la ciudad.

No quiero ser mala onda y desdecir al autor de este libro, pero la mediocridad, el dolor, la amnistía que recibe el antihéroe es común a muchos personajes de Kafka o a ese personaje de la cinta Barton Fink (Hermanos Cohen 1991) donde el protagonista (John Turturro) escribe un guion que, a medida que sus delirios lo acorralan, se da cuenta que ese guion es una maldita colección de personajes extraños que, al final, son los huéspedes del hotel donde se hospeda.

Algo parecido ocurre con las peripecias de Giovanni Drogo. Ve cómo los enemigos avanzan. Los ve dirigirse hacia la fortaleza hoy. Al otro día no ocurre nada. Incluso ve salir a muchos de sus amigos, los que hizo en su servicio forzado, los ve irse. Él permanece ahí, nostálgico. La burocracia lo circunda pues no puede pedir esa baja del servicio porque siempre está ahí, recurrente, la amenaza. Los demás soldados ocupan sus puestos cotidianamente como seres inamovibles. La anécdota del centinela que pide el santo y seña que el viajante no le da porque nadie se lo dijo es de una crueldad impresionante.

Ante el hecho de que no se da la contraseña, el centinela dispara. Lazzari, quien no sabe la contraseña, grita, ¡Me has matado, Moreno! Y Lazzari muere porque su compañero siguió las indicaciones hasta las ultimas consecuencias.

En otro momento, Drogo siente que alguien canta, más allá de las murallas, alguien, una voz que no es de la guarnición. Despierta al centinela y ambos apuntan hacia la oscuridad gritando, ¿Quién va? ¡Santo y seña! De repente la voz calla. La ominosa atmosfera que Buzzati quiso crear desde un principio, está ahí. Quieta, profunda, desdichada.

Drogo no puede salir de la fortaleza. Alguna vez recibe un permiso, visita a una antigua enamorada, va a algún baile, se detiene en un café. Regresa pronto, antes que el permiso acabe, a la fortaleza. No se haya en el mundo. Le sucede lo que a todos. Renegamos de nuestro trabajo, pero cuando tenemos vacaciones renegamos del hogar. Drogo se aferra a la fortaleza, ya no quiere salir de ella. Es más, en un instante de los más altos (mira que llamar altos a estos momentos donde no pasa nada) pide su baja.

Otro momento cruel es la excursión que hace el comandante Matti llevándose a Angustina, otro oficial. El piquete de soldados que los acompaña se burla de las botas nuevas de Angustina. Son inútiles para este sitio. Caminan por entre las sendas más pedregosas de la montaña. Angustina se cubre al ver otro grupo que los sigue. Son los tártaros. Estos se muestran incluso amables. No se queden ahí en el risco, dicen. Suban acá. Matti se niega. Los tártaros podrían matarlos. No, responde, aquí estamos bien. Angustina, ya sea por el dolor de pies, por las burlas de sus colegas, se queda a la intemperie, alejado de la pared y la cueva donde se resguardan su comandante con los soldados. Quizá es la razón de la absurda muerte. Angustina se pone a jugar a las cartas él solo y se congela. Muere de neumonía, fulminante, ridícula, a pesar de los ruegos de sus compañeros en que entre a la cueva. Angustina, demostrando un valor de poca nobleza, muere congelado. Una muerte tonta, por demostrar que sus botas no mermaban su desempeño militar.

Pide su baja pues Drogo, viendo la muerte inútil de su amigo. Sin embargo, los congresistas, esos que hacen leyes lejos del problema, cambiaron el reglamento. Ahora nadie puede irse de la fortaleza si no es analizado su caso, uno por uno, y así saber si puede ausentarse. Drogo opone la cláusula aquella de los cuatro meses. Ortiz, el nuevo comandante, le dice que ya han solicitado lo mismo muchos otros. Drogo se siente engañado, casi como cuando asistimos a SAT y nos dicen que falta tal o cual documento. Drogo no puede salir de la fortaleza. Está atrapado ahí por esa burocracia que no es un mito. Existe.

Es más. La causa de irse es porque el antihéroe ha descubierto que una mancha, después de la apertura de un puente algo más acá, una mancha de personas, un ejército, se mueve por ese desierto apenas hasta hace unos meses infranqueable. Viene la guerra, le dice su amigo Simeone, ¡vienen los tártaros! Y el conflicto aparentemente lejano, se mueve por el desierto, amenazador, incoherente.

No es que Drogo sea cobarde. Se da cuenta que ha sido engañado. Que su buena disposición fue utilizada en su contra. Por fin, ante la edad no se puede. Esta es una novela en la que no sucede nada. Al menos es lo que el autor quiere hacernos creer. Me explico porqué es de las preferidas de Borges. El ambiente absurdo, claustrofóbico, kafkiano en realidad, ahoga a los personajes. Nos ahoga a nosotros mismos porque la lucha no es realmente contra los tártaros.

Es contra ese opresivo yugo burocrático que no nos deja movernos. Drogo regresa por fin a la ciudad. Lo que siente ahí es desastroso. Ahora quiere regresar a la fortaleza. Siente que le han escamoteado ese momento triunfal que todo hombre merece. Cuántas veces tuvimos esa misma sensación. Qué curioso. Una novela de resonancias silenciosas. Hasta en eso se parece a Kafka.