/ viernes 23 de agosto de 2024

Artilugios/ Caperucita Roja, de Charles Perrault.

En un cuento de Isak Dinesen reunido en su libro Anécdotas del destino, un joven escucha de un viejo una historia maravillosa. En un momento, el joven pide al viejo que se detenga y le dice que va a contarle el final de esa historia porque es una historia que sabe todo el mundo, todo el mundo la cuenta y todo el mundo la modifica a su gusto.

Algo parecido ocurre con ese cuento eterno que madres, abuelas, tías, hijas que se vuelven madres y niñas que de nietas algún día pasarán a esposas. Me refiero a la Caperucita roja.

¿De qué privilegio goza esta historia que es contada eternamente? Se puede acomodar el final, se puede reunir a los personajes con otros de otros cuentos, se emula la eternidad de Scherezada. Se puede hacer una película horrible como la mexicana (1960, Roberto Rodríguez) con la niña María Gracia y el loco Valdés, custodiados por el enano Santanón, Prudencia Griffel y Beatriz Aguirre.

Yo mismo realicé una obra de teatro titulada Caperucita roja o 4 maneras de contar un cuento, presentada en 2018, creo. El caso es que si el autor Charles Perrault (1628-1703) hubiera atisbado tal fama y notoriedad, habría recabado más por sus emolumentos.

Pero vamos seriamente a lo que nos ocupa.

Caperucita es de esas niñas que tuvieron la suerte de no ser adaptadas por Walt Disney. Ella falta en el catálogo de heroínas, que no de princesas, de la reconocida marca de entretenimiento. La razón debe ser muy simple, aunque no lo es. El cuento es muy breve. Para incluirlo en la versión del musical En el bosque (2014, la película) hubo que acomodarlo con otros personajes famosos. Cenicienta, Rapunzel, los príncipes, Jack el de las habichuelas mágicas. Todos ellos cantan que es un delirio.

El lobo feroz, interpretado por Johnny Depp es un delicioso relax ante la desmembrada relación de canciones a cuál más intensa pero no memorable. Dejemos eso.

Caperucita aparece en los cuentos y adaptaciones como ejemplo de la desobediencia. No hace lo que su madre le dice.

1.- Se detiene en medio del bosque.

2.- Habla con extraños.

3.- Toma otro camino.

Realmente, don Charles quiso hacer escarmiento en la desobediencia, pero la posteridad le dio una salida postmoderna. A la niña le pasan esas cosas por ingenua, por linda, porque siempre hay lobos acechando. Bueno, es una manera de verlo. Lo curioso es que el señor Perrault no deja de ser un hombre de su tiempo. Después de zamparse de un bocado a la abuela, otro personaje demasiado bizarro como para tomársela en serio, el lobo se viste con sus ropas y espera.

Caperucita llega y, todo inocencia, deja las viandas en la mesa y la abuelita/lobo le pide que se acerque a la cama. Ahí, y voy a citar porque me da un poco de pena contarlo, el lobo le dice.

—Deja la torta (el pastel en esa horrible traducción castellana) y el tarrito de mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo.

Caperucita Roja se desviste y se mete a la cama y quedó muy asombrada al ver la forma de su abuela en camisa de dormir.

Es el relato de una violación. De un estupro. Las buenas conciencias, esas que hoy piden que no se diga “negro”, “bestia”, “hija natural”, estarían pegando de gritos, aterradas por esta descripción en un cuento que, hasta hace dos décadas al menos, era un inocente cuento aleccionador. Mire nomás.

Llamo la atención en el verbo “desviste” y en la frase “la forma de su abuela en camisa de dormir”. La niña se da cuenta, desde un primer momento que ese que está ahí no es su abuelita. Lo que sigue es la escena más famosa de la Literatura, puedo compararla a la embestida a los molinos de viento o al monólogo de Hamlet. ¿La recordamos?

—Abuela, ¡qué brazos tan grandes tienes!

—Es para abrazarte mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué piernas tan grandes tiene!

—Es para correr mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué orejas tan grandes tiene!

—Es para oírte mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué ojos tan grandes tiene!

—Es para verte mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué dientes tan grandes tiene!

—¡Son para comerte mejor!

Visto desde esta óptica, este es un juego de esos que antes del sexo, haría cualquier pareja. La demencial escena está hecha para una núbil doncella y para un hombre mayor, peludo y maloliente. ¡Qué adelantado Monsieur Perrault al marqués de Sade!

Sí, buscan muchos colegas las fuentes del divino marqués y ahí están. Sin rascar mucho. Dejo a otros más certeros la labor comparatística. Me reservo el comentario de la otra versión, mucho más terrible.

El lobo en Europa es animal heráldico. A más de legendario. Cuentos más antiguos que el de la niña hablan de licántropos que se volvían así por una decepción amorosa. La misma Angela Carter lanza una novelita deliciosa titulada En compañía de lobos (1984) donde se aúnan a la historia de Caperucita otras más donde los lobos aparecen y desaparecen como emisarios del Más Allá.

La otra admiradísima escritora, Tanith Lee, forja la historia conocida como Hijos de lobos (1994) una versión insólita de la presencia de los hombres lobo y las mujeres loba en el mundo de los humanos. Incluso en el mundo actual quedan rincones en los que las fuerzas malignas del pasado siguen proyectando sus sombras terroríficas.

Cuando el joven Christian llega a la gran mansión que acababa de heredar, lo único que sabía era que existían otros pretendientes a la propiedad del viejo edificio y sus tierras. La madre y su hijo que, en algún momento de la novela se convierten en lobos delante del asombrado protagonista que no da crédito, buscan salvar su propiedad.

Estos temas son tomados de las más antiguas tradiciones europeas donde el mundo comenzó, según los europeos, hace más de dos mil años. Caperucita es la amada del monstruo, la bella y núbil (porque es una condición) chica que es seducida, y en el caso de Perrault es literalmente exacto, por ese engendro del bosque. El lobo, el gran depredador.

Perdonará el lector que cite un meme, pero me parece muy correcto. El león y el tigre son feroces, pero tú no ves a un lobo haciendo suertes en un circo. Y es correcto.

Este cuento ha sido adaptado miles de veces, muchos tiempos se aguzan para darles la seña que necesitan, ese sesgo oscuro que no necesitan nuestros hijos, o al menos eso creemos. De todos modos, cuando lea o cuente este relato a los chicos haga caso omiso de lo que este artilugista ha contado.

Como último dato doy el siguiente.

Mafalda, esa hermosa creación de Quino, ve la televisión donde los actores, en la telenovela, hombre y mujer, se dan un beso apasionado. La madre de Mafalda, Raquel, ve eso y se siente apenada. Apaga la televisión y le da a la niña un libro diciéndole, Ten, hija, lee Caperucita. Y Mafalda, obediente, lee y en su mente ve cómo el lobo se come a la abuelita. Cierra el libro con extrañeza y piensa, Qué raro, siempre pensé que era mejor ver un beso que leer un crimen. Y se queda con esa inquietud que la hizo famosa y a nosotros reflexionar.

En un cuento de Isak Dinesen reunido en su libro Anécdotas del destino, un joven escucha de un viejo una historia maravillosa. En un momento, el joven pide al viejo que se detenga y le dice que va a contarle el final de esa historia porque es una historia que sabe todo el mundo, todo el mundo la cuenta y todo el mundo la modifica a su gusto.

Algo parecido ocurre con ese cuento eterno que madres, abuelas, tías, hijas que se vuelven madres y niñas que de nietas algún día pasarán a esposas. Me refiero a la Caperucita roja.

¿De qué privilegio goza esta historia que es contada eternamente? Se puede acomodar el final, se puede reunir a los personajes con otros de otros cuentos, se emula la eternidad de Scherezada. Se puede hacer una película horrible como la mexicana (1960, Roberto Rodríguez) con la niña María Gracia y el loco Valdés, custodiados por el enano Santanón, Prudencia Griffel y Beatriz Aguirre.

Yo mismo realicé una obra de teatro titulada Caperucita roja o 4 maneras de contar un cuento, presentada en 2018, creo. El caso es que si el autor Charles Perrault (1628-1703) hubiera atisbado tal fama y notoriedad, habría recabado más por sus emolumentos.

Pero vamos seriamente a lo que nos ocupa.

Caperucita es de esas niñas que tuvieron la suerte de no ser adaptadas por Walt Disney. Ella falta en el catálogo de heroínas, que no de princesas, de la reconocida marca de entretenimiento. La razón debe ser muy simple, aunque no lo es. El cuento es muy breve. Para incluirlo en la versión del musical En el bosque (2014, la película) hubo que acomodarlo con otros personajes famosos. Cenicienta, Rapunzel, los príncipes, Jack el de las habichuelas mágicas. Todos ellos cantan que es un delirio.

El lobo feroz, interpretado por Johnny Depp es un delicioso relax ante la desmembrada relación de canciones a cuál más intensa pero no memorable. Dejemos eso.

Caperucita aparece en los cuentos y adaptaciones como ejemplo de la desobediencia. No hace lo que su madre le dice.

1.- Se detiene en medio del bosque.

2.- Habla con extraños.

3.- Toma otro camino.

Realmente, don Charles quiso hacer escarmiento en la desobediencia, pero la posteridad le dio una salida postmoderna. A la niña le pasan esas cosas por ingenua, por linda, porque siempre hay lobos acechando. Bueno, es una manera de verlo. Lo curioso es que el señor Perrault no deja de ser un hombre de su tiempo. Después de zamparse de un bocado a la abuela, otro personaje demasiado bizarro como para tomársela en serio, el lobo se viste con sus ropas y espera.

Caperucita llega y, todo inocencia, deja las viandas en la mesa y la abuelita/lobo le pide que se acerque a la cama. Ahí, y voy a citar porque me da un poco de pena contarlo, el lobo le dice.

—Deja la torta (el pastel en esa horrible traducción castellana) y el tarrito de mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo.

Caperucita Roja se desviste y se mete a la cama y quedó muy asombrada al ver la forma de su abuela en camisa de dormir.

Es el relato de una violación. De un estupro. Las buenas conciencias, esas que hoy piden que no se diga “negro”, “bestia”, “hija natural”, estarían pegando de gritos, aterradas por esta descripción en un cuento que, hasta hace dos décadas al menos, era un inocente cuento aleccionador. Mire nomás.

Llamo la atención en el verbo “desviste” y en la frase “la forma de su abuela en camisa de dormir”. La niña se da cuenta, desde un primer momento que ese que está ahí no es su abuelita. Lo que sigue es la escena más famosa de la Literatura, puedo compararla a la embestida a los molinos de viento o al monólogo de Hamlet. ¿La recordamos?

—Abuela, ¡qué brazos tan grandes tienes!

—Es para abrazarte mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué piernas tan grandes tiene!

—Es para correr mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué orejas tan grandes tiene!

—Es para oírte mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué ojos tan grandes tiene!

—Es para verte mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué dientes tan grandes tiene!

—¡Son para comerte mejor!

Visto desde esta óptica, este es un juego de esos que antes del sexo, haría cualquier pareja. La demencial escena está hecha para una núbil doncella y para un hombre mayor, peludo y maloliente. ¡Qué adelantado Monsieur Perrault al marqués de Sade!

Sí, buscan muchos colegas las fuentes del divino marqués y ahí están. Sin rascar mucho. Dejo a otros más certeros la labor comparatística. Me reservo el comentario de la otra versión, mucho más terrible.

El lobo en Europa es animal heráldico. A más de legendario. Cuentos más antiguos que el de la niña hablan de licántropos que se volvían así por una decepción amorosa. La misma Angela Carter lanza una novelita deliciosa titulada En compañía de lobos (1984) donde se aúnan a la historia de Caperucita otras más donde los lobos aparecen y desaparecen como emisarios del Más Allá.

La otra admiradísima escritora, Tanith Lee, forja la historia conocida como Hijos de lobos (1994) una versión insólita de la presencia de los hombres lobo y las mujeres loba en el mundo de los humanos. Incluso en el mundo actual quedan rincones en los que las fuerzas malignas del pasado siguen proyectando sus sombras terroríficas.

Cuando el joven Christian llega a la gran mansión que acababa de heredar, lo único que sabía era que existían otros pretendientes a la propiedad del viejo edificio y sus tierras. La madre y su hijo que, en algún momento de la novela se convierten en lobos delante del asombrado protagonista que no da crédito, buscan salvar su propiedad.

Estos temas son tomados de las más antiguas tradiciones europeas donde el mundo comenzó, según los europeos, hace más de dos mil años. Caperucita es la amada del monstruo, la bella y núbil (porque es una condición) chica que es seducida, y en el caso de Perrault es literalmente exacto, por ese engendro del bosque. El lobo, el gran depredador.

Perdonará el lector que cite un meme, pero me parece muy correcto. El león y el tigre son feroces, pero tú no ves a un lobo haciendo suertes en un circo. Y es correcto.

Este cuento ha sido adaptado miles de veces, muchos tiempos se aguzan para darles la seña que necesitan, ese sesgo oscuro que no necesitan nuestros hijos, o al menos eso creemos. De todos modos, cuando lea o cuente este relato a los chicos haga caso omiso de lo que este artilugista ha contado.

Como último dato doy el siguiente.

Mafalda, esa hermosa creación de Quino, ve la televisión donde los actores, en la telenovela, hombre y mujer, se dan un beso apasionado. La madre de Mafalda, Raquel, ve eso y se siente apenada. Apaga la televisión y le da a la niña un libro diciéndole, Ten, hija, lee Caperucita. Y Mafalda, obediente, lee y en su mente ve cómo el lobo se come a la abuelita. Cierra el libro con extrañeza y piensa, Qué raro, siempre pensé que era mejor ver un beso que leer un crimen. Y se queda con esa inquietud que la hizo famosa y a nosotros reflexionar.